En dos meses aún pueden ocurrir muchas cosas en el tenso escenario de la península coreana que terminen por arruinar la posibilidad de que finalmente se celebre a finales de mayo la ya anunciada reunión entre Donald Trump y Kim Jong-un. A la espera de ver cómo se desarrollan los acontecimientos, y recordando que sería la reunión de más alto nivel desde la que mantuvieron en 2000 la entonces secretaria de Estado, Madeleine Albright, y el presidente Kim Jong-il, puede resultar útil tomar en consideración que:
- Por mucho que quieran empeñarse los portavoces occidentales para presentarlo como un éxito de su política de presión, Pyongyang ni va a llegar a la cita forzado por las sucesivas sanciones impuestas por el Consejo de Seguridad de la ONU, ni por la presión de China. Esto no quiere decir que el castigo no esté siendo doloroso, mucho más para la inmensa mayoría de los casi 26 millones de norcoreanos que para el núcleo duro de un régimen que no tiene que rendir cuentas a su población. En realidad esas sanciones y presiones no le han impedido a Kim Jong-un sostener su empeño nuclear sin graves contratiempos hasta alcanzar un punto –seis pruebas nucleares después y con misiles tan capaces como los del tipo Hwasong– que le permite ya definirse como una potencia nuclear.
- Por lo tanto, es él quien ha decidido entrar en una efímera calma olímpica, cuando ha constatado que el programa misilístico y nuclear avanza cada vez más rápido. Consciente de que aún le queda camino por recorrer –medido en meses, no en años– hasta disponer de una fuerza estratégica operativa y de que, aun así, la abrumadora superioridad estadounidense convertiría en suicida cualquier ataque, el dictador norcoreano puede ahora permitirse el lujo de ralentizar momentáneamente su apuesta para poner la pelota en el tejado de Washington. En el fondo, y a diferencia del inquilino de la Casa Blanca, no tiene mucho que perder si la prevista cumbre es un nuevo fiasco y sí mucho que ganar; empezando por el simple hecho de verse reconocido personalmente como interlocutor y a su país como un poder nuclear de facto.
- Kim Jong-un, repitiendo una invitación que ya formularon sin resultado sus predecesores, ha sabido aprovechar el afán de protagonismo personal de Trump para ir a la mesa con suficientes argumentos bajo el brazo como para hacerse oír. Por un lado, dispone de medios convencionales sobrados para imponer un coste insoportable a su vecino del sur, si estalla la violencia. Por otro, cuenta con el respaldo (cada vez más tenue, pero suficiente) de Pekín, más activo ahora en la aplicación de las sanciones, pero temeroso a fin de cuentas de que un hipotético colapso del régimen suponga el dominio estadounidense de toda la península.
- Por eso, mientras abre ahora un paréntesis que anula la posibilidad de un golpe preventivo estadounidense, no le preocupa que se mantengan
las sanciones–las mismas que no le han impedido llegar hasta aquí– y las maniobras militares que regularmente vienen realizando en la zona efectivos surcoreanos y estadounidenses (las próximas en abril). Incluso ha aceptado, como Washington viene exigiendo desde hace mucho tiempo, que el objetivo de la cumbre sea la desnuclearización de toda la península. Y ahí es, al margen de otros que pueden surgir sobre la marcha, dónde se identifica el principal escollo a superar. Mientras que Washington entiende por desnuclearización la eliminación de las capacidades acumuladas por Pyongyang, para el régimen norcoreano eso también significa la desaparición de los ingenios nucleares con los que la armada estadounidense patrulla las aguas de la región y hasta del paraguas de seguridad estratégico con el que también garantiza la seguridad de Japón y otros aliados. Si a eso se le añade la reiterada exigencia norcoreana de que la península debe quedar libre de tropas extranjeras, cuando Estados Unidos mantiene en territorio surcoreano no menos de 30.000 efectivos desplegados, es inmediato concluir que la reunión, si se celebra, está plagada de muchas “minas” que pueden explosionar en cualquier instante.
- Al margen de lo que pueda ocurrir en esa hipotética reunión, la carrera armamentística en el terreno nuclear seguirá inevitablemente su curso, en la medida en que tanto Washington como Moscú han dejado claro su interés por modernizar sus respectivos arsenales estratégicos y por añadir nuevos ingenios tácticos que hacen cada vez más probable su uso como armas de batalla. Corea del Norte no está en línea, sino que únicamente pretende garantizar la supervivencia del régimen dotándose del máximo elemento de disuasión posible. Un ejemplo que, dependiendo de cómo se resuelva el entuerto, puede muy pronto ser seguido por Irán, Arabia Saudí, Turquía y tantos otros.
Dicho esto, ojalá me equivoque y la imprevisibilidad que caracteriza a los dos histriónicos protagonistas de este duelo se incline en esta ocasión por ir más allá de una escenificación de su condición de “machos alfa” y, en consecuencia, por dar un viraje real a lo que de momento solo parece un puntual alto en el camino hacia el desastre.