La preocupación de Donald Trump por América Latina es marginal, salvo en lo tocante a México, Cuba y Venezuela, por este orden. Son los únicos temas de la agenda hemisférica a los que les presta algo de atención, los únicos que pueden ser vistos con interés por su masa de votantes más fieles y también los únicos por los cuales ese mismo grupo puede mantenerse leal al líder. El resto de América Latina prácticamente no existe. Y si bien ha arrinconado en un agujero de excrementos a los inmigrantes haitianos y hondureños, hay poco más.
Dos hechos ejemplifican esta cuestión. Por un lado, la celebración en Lima de la VIII Cumbre de las Américas el 13 y 14 de abril. Más allá del teórico interés de la cita para la diplomacia estadounidense, hasta la fecha, y pese al escaso tiempo que queda para su realización, aún se desconoce si Trump concurrirá o no al Perú. Se da el caso de que todos sus predecesores han estado presentes en esta Cumbre, ya que Estados Unidos, en su intención de poner en marcha el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), decidió convocarlas y hacer de ellas uno de los ejes de su acción hemisférica.
Por el otro, el insólito hecho de que un año después de su llegada a la Casa Blanca el presidente Trump aún no ha cubierto el cargo de Secretario de Estado Adjunto de Asuntos Hemisféricos (Assistant Secretary of State), el principal responsable del Departamento de Estado en América Latina. Desde el 20 de enero de 2017 Francisco Palmieri está interinamente a cargo de la sección. En la web oficial figura como Principal Deputy Assistant Secretary en el Bureau of Western Hemisphere Affairs, donde actuó como Acting Assistant Secretary. De momento no se vislumbra, ni en el corto ni en el medio plazo, la designación de un responsable con plenas funciones.
Las acusaciones de Trump contra México durante la campaña aún siguen vigentes en un discurso que insiste en la construcción del muro y en la necesidad de que los mexicanos paguen por él. La dureza presidencial también se manifiesta en la negociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN o NAFTA en sus siglas en inglés), que después de cinco rondas no ha logrado avances sustantivos. Cuando acaba de empezar la sexta ronda en Montreal la incertidumbre es elevada y responde en buena medida a la intención de Trump de vincularlo con su agenda proteccionista y con la necesidad de financiar la construcción del muro.
En lo relativo a Cuba las principales motivaciones del primer mandatario norteamericano responden a su deseo de liquidar el legado de Barack Obama. El misterio de los “ataques” sónicos le ha servido para revertir algunas de las principales medidas tomadas por su predecesor para impulsar las relaciones bilaterales. Su discurso en el teatro Manuel Artime, en Miami, en junio de 2017, sirvió para exponer ante los sectores más duros del exilio las líneas maestras de su política cubana y para dejar sentado que la confianza mutua sería ajena a su relación con Raúl Castro.
Los temibles tuits del presidente también se ocuparon de Venezuela, provocando el temor, cuando no el abierto rechazo, de muchos gobiernos latinoamericanos. En esta misma línea se movió su afirmación, en agosto de 2017, de que “no descartaba una acción militar” por la crisis venezolana. A la vista de la historia de las intervenciones militares de Estados Unidos y de las advertencias/provocaciones hechas por Hugo Chávez del riesgo de una invasión “imperialista”, la mayor parte de los presidentes latinoamericanos debió aclarar que una medida semejante no sería inoportuna. De ahí la potenciación de las sanciones contra destacados dirigentes chavistas, aunque sigue faltando una política clara de Washington hacia Venezuela.
Más allá de cuestionamientos y muestras de solidaridad con los afectados, los gobiernos de América Latina han evitado pronunciamientos colectivos. En el caso mexicano, el presidente Enrique Peña Nieto evitó contundentes muestras de rechazo hacia Trump y de solidaridad con México por sus colegas. Otras veces, la fragmentación regional ha favorecido que cada país siga buscando la salida individual más conveniente para sus intereses. Nadie quiere romper con Washington ni destacarse en la defensa de los intereses regionales, no sea cosa que los negocios y las inversiones de Estados Unidos en sus países se vean afectados.
El desinterés de Trump en la región se observa también en el comportamiento de sus representantes ante la Organización de Estados Americanos (OEA). Washington no pertenece al Grupo de Lima, en el que sí está Canadá, que ha condenado al gobierno de Nicolás Maduro por sus violaciones sistemáticas a los derechos humanos. Tampoco su gobierno está demasiado satisfecho con la actuación del secretario general Luis Almagro. El manejo de las cuestiones migratorias, con el caso de los dreamers y los “Estatus de protección temporal” (TPS en inglés) de Honduras, Haití y Nicaragua así lo atestiguan. La expulsión de inmigrantes en situación irrregular es rechazada en América Latina, lo cual no impide que Trump se mantenga fiel a sus creencias. En la medida que éstas le sirvan para seguir conectado a sus bases más radicales, la política hacia América Latina será dominada por la agenda política interna y no por las relaciones hemisféricas o los intereses de Estados Unidos en la región.