A todos nos debe interesar que Washington y Moscú mantengan buena relaciones. Dado que poseen el 93% de todo el arsenal nuclear estratégico acumulado en el planeta, es obvio concluir que un choque frontal entre ambas potencias tendría unas consecuencias insoportables para los más de 7.500 millones de personas que hoy poblamos la Tierra. Visto desde Europa, a ese interés se añade la convicción de que ocupamos unas casillas del tablero de ajedrez mundial en las que ambos están sumamente interesados, sin capacidad real para contrarrestar su influencia dada nuestra actual debilidad estratégica. Eso explica tanto el interés por la primera cumbre bilateral celebrada por Donald Trump y Vladimir Putin, como la inquietud que generan por igual sus potenciales acuerdos y sus posibles desencuentros.
El interés deriva, en primer lugar, del simple hecho de que la reunión de Helsinki ha sido la primera desde hace 8 años entre los mandatarios de ambas potencias. A ella se llegaba no solo en el marco de crecientes tensiones directas —con un régimen de sanciones contra Moscú liderado por Washington—, sino también con numerosos asuntos “calientes” —desde Ucrania a Siria, pasando por Libia, Irán, Turquía o los países bálticos— en los que sus posiciones difieren visiblemente. La inquietud, por otro lado, parte de la memoria histórica de tantos acuerdos entre los grandes que se han hecho a costa de los pequeños o menos grandes. Y lo mismo cabe decir de las repercusiones de sus desacuerdos para quienes finalmente no somos más que víctimas propiciatorias, sin voz ni voto en sus deliberaciones.
Dicho eso, la preocupación se incrementaba aún más en el bando occidental tras tantas pruebas del perfil histriónico de Trump y de todas las “perlas” que han jalonado su paso por las reuniones del G-7 y de la OTAN, abroncando y avergonzando a sus aliados al tiempo que se ufana de poner en cuestión el orden internacional que le ha servido precisamente a Estados Unidos para consolidar su posición hegemónica desde el final de la II Guerra Mundial. Y todo eso ha vuelto a quedar de manifiesto en Helsinki.
De hecho, este texto podría acabar aquí mismo porque no es posible mencionar un solo hecho relevante tras las reuniones mantenidas ni por ambos presidentes ni por sus respectivos equipos. Todo ha quedado reducido a un simple espectáculo de “machos alfa”, con Trump varias cabezas por debajo de su ¿amigo?, ¿competidor? o ¿enemigo? El único tema que ha merecido atención y críticas —incluyendo las procedentes de las propias filas del partido republicano— es el nivel de injerencia rusa en las elecciones estadounidenses de 2016, en un ejemplo más de la desconsideración aparentemente “antiestablishment” de Trump, al poner por delante de sus propias agencias de inteligencia, del sistema judicial y de sus colaboradores más cercanos las opiniones de Putin, exculpando a Rusia de cualquier intromisión en asuntos internos.
En definitiva, humo con el que se ha procurado esconder que nada se ha avanzado en asuntos tan peliagudos como el capítulo nuclear, cuando ambas partes parecen claramente decididas a tirar a la papelera el Tratado INF (armas nucleares de alcance intermedio) y el Nuevo START deja de tener vigencia en 2021. No hay actualmente ningún marco de negociación en esta materia, mientras son varios los países en rumbo proliferador y tanto Washington como Moscú se afanan en modernizar y potenciar sus respectivos arsenales. Y lo mismo cabe decir del futuro de Ucrania (Crimea incluida), donde Putin ha logrado como mínimo evitar la pérdida de una pieza fundamental para las aspiraciones rusas de volver a ser considerada una potencia global, sin que nadie (ni en Washington ni en Bruselas) parezca dispuesto a ir más allá de un sistema de sanciones que puede quebrarse en cualquier momento gracias a los apoyos que Moscú va encontrando en algunas capitales de la UE.
Por su parte, en Siria ya es evidente desde hace tiempo que el ritmo y dirección de la agenda lo define Moscú, sin que nada haga suponer que Washington esté dispuesto a cuestionar esa deriva. Y, regresando al continente europeo, tampoco hay nada que permita suponer que a corto plazo habrá un giro en la dinámica de tensiones crecientes, sobre todo en la órbita de los vecinos más próximos a Rusia. Mientras se mantienen tanto la rotación de unidades OTAN en los países bálticos como el aumento de material preposicionado cerca de Rusia, Moscú hace gala de su atrevimiento para poner a prueba las defensas antiaéreas aliadas. Queda por ver ahora si finalmente Polonia concreta su oferta de financiar la creación de una base permanente en su territorio para albergar medios estadounidenses y si, en un nuevo ejemplo del viejo juego de la Guerra Fría, Bielorrusia hace lo propio, aceptando una base rusa en su suelo.
Visto así, no hay más remedio que coincidir con el senador John McCain, que no ha tenido reparos en calificar a la cumbre como “un trágico error”.