Contra todo pronóstico, Donald Trump no desató contra la OTAN los vientos huracanados que se esperaban. Los “trumpologos” no han conseguido todavía dominar los indicios que aparecen en los posos del café o en el interior de las bolas de cristal que utilizan para predecir el comportamiento presidencial que tanto les preocupa. De sus comentarios sobre la obsolescencia de la OTAN durante la campaña electoral dedujeron que acabaría con ella al llegar a la Presidencia. Al igual que sus votantes, creyeron que bastaría que el Presidente soplara y soplara en el cuartel general de la Alianza Atlántica para que esta se desmoronara. Pero lo que los meteorólogos de la “trumpología” anunciaron como un huracán de grado 5 se fue desinflando antes de tocar suelo europeo y los mensajeros presidenciales que llegaron en febrero de 2016 no anunciaron el fin de la OTAN que se temían los asistentes a la Conferencia de Seguridad de Munich o los de la reunión ministerial de la OTAN en Bruselas.
Tanto el vicepresidente Michael Pence como el secretario de Defensa James Mattis han reiterado el compromiso de Estados Unidos con los valores de la Alianza Atlántica, con la defensa colectiva del artículo 5 y con la postura militar de la OTAN frente a la Rusia de Putin. Nada de hacer las maletas, de replegar las tropas de Polonia, de condonar la agresividad rusa o de deslocalizarse de Europa. Todo sigue igual para descrédito de los trumpologos. Aunque seguir igual –para los que conocen la OTAN– quiere decir que por detrás de las declaraciones oficiales que preservan la apariencia de cohesión entre los aliados, persisten las dudas existenciales sobre la solidaridad, alineamiento y compromiso entre los aliados. El antes candidato y ahora presidente Trump no ha sido el único en cuestionar en voz alta la adaptación de la OTAN a los nuevos riesgos. La propia organización ha venido cuestionando y revisando sus conceptos estratégicos, su organización y su postura militar.
Cerradas las filas, la cuestión presupuestaria va a traer cola (la cola del huracán). Si los “trumpologos” tiraran de hemeroteca encontrarían que el secretario de Defensa Gates sí que puso firmes –nunca mejor dicho– a los aliados europeos en 2011 cuando les conminó a subir su gasto en defensa o a hacerse a la idea de que Estados Unidos comenzaría a hacer las maletas. Para evitar la “irrelevancia militar” de la OTAN que pronosticaba Gates, los aliados se comprometieron en 2014 a aumentar su esfuerzo de defensa al 2% de su PIB en un plazo de 10 años. La única diferencia con la Administración saliente, que ha venido examinando el cumplimiento del acuerdo, año por año y país por país, es que la nueva Administración quiere que se concrete el calendario por escrito.
La calendarización no va a ser fácil por muchas razones. Primero, porque el 2% es un criterio arbitrario. Que Grecia y Estonia lo superen no añade a la OTAN el mismo valor que Francia, Alemania, Italia o España que incumplen ese criterio. Estos países, y los que se acercan al indicador del 20% de inversiones en equipamiento, deberán dar la batalla por incluir el factor cualitativo del gasto (unos gastan mejor que otros). También lo deberán dar los países que invierten en operaciones militares en el exterior y en equipos militares de proyección de fuerza (unos son más solidarios que otros). En segundo lugar, el porcentaje de la riqueza de cada país dedicado a la defensa depende de la evolución de la riqueza. Tradicionalmente el gasto militar se contraía en los periodos de crisis económica y se expandía en los de crecimiento. Lo novedoso de la situación actual es que, por un lado, la situación económica no es la mejor para elevar el nivel de gasto hasta el 2% del PIB y, por otro, que en los años el porcentaje de gasto en defensa no es proporcional al aumento o a la disminución de la riqueza, sino que tiende a reducirse. Este desfase lo conocemos bien en España, donde se ha reducido el presupuesto militar tanto en épocas de escasez como en las de expansión (de ahí que estemos al final de la cola y señalados con el dedo). También la conocen en Estados Unidos, que han bajado del 5,5% en 2009 al 3,6% en 2016 debido a la progresión de los gastos sociales y que, de seguir en esta progresión, tendrían dificultades para alcanzar la cifra mágica del 2% que exigen a sus aliados.
De aquí a mayo de 2017, cuando se espera la visita de Trump, el debate se mantendrá en términos presupuestarios. Aunque los “trumpologos” se esfuercen, ni los predecibles europeos en su Estrategia Global ni el impredecible Trump en sus acciones como presidente han cuestionado todavía la vigencia de la Alianza Atlántica. Ningún aliado desea otra movida en la OTAN que no sea la de mudarse a la nueva sede que estrenará Trump. La nueva sede es de cristal y está a prueba de huracanes y de depresiones tropicales, como todas las burocracias internacionales que sobreviven a las reformas radicales que proponen sus dirigentes. Mientras los “trumpologos” afinan sus predicciones sobre el numerito que el presidente Trump pueda monar en su vista, los diplomáticos aliados negociarán lo necesario para que el presidente Trump vuelva a casa desde Bruselas con el mensaje que todos los últimos presidentes estadounidenses quieren: demostrar a su electorado que quien manda en la OTAN son los Estados Unidos y que los aliados europeos pagan sus cuotas. Ningún aliado negará al presidente Trump su condición de patrón porque el que paga manda, pero si van a pagar más, tendrán que plantearle cuánto más, para qué y cuánta responsabilidad cederán a cambio. Al fin y al cabo, todos tendrán que dar explicaciones al volver a casa (todos menos los “trumpologos”).