Donald Trump prometió que, si llegaba a la Casa Blanca, trasladaría la Embajada de EEUU en Israel de Tel Aviv a Jerusalén. Tan sólo 16 meses después de ser proclamado presidente, hizo efectiva esa promesa. Con su decisión, Trump rompía con décadas de política estadounidense bipartidista al reconocer Jerusalén como la capital del Estado de Israel. También rompía con el consenso internacional de no precondicionar el estatus final de esa ciudad triplemente sagrada antes de que israelíes y palestinos alcanzaran un acuerdo de paz negociado.
Se dice que Trump entiende la política –incluida la política exterior– como una relación de tipo transaccional. Este presidente se ve a sí mismo como un artista alcanzando “tratos” que le permiten avanzar su agenda a partir de un intercambio de intereses. Si esto es así, lo que resulta chocante es que el paso dado por Trump en Jerusalén no hace avanzar los intereses nacionales y de seguridad del país que preside. Parecería que en este caso hizo un “gran trato” a cambio de nada. Simplemente, ignoró todas las voces –numerosas y cualificadas– que le recomendaron no hacerlo o, al menos, hacerlo en otras condiciones más equilibradas y un contexto de avances hacia la resolución del conflicto de Oriente Medio.
Ni las objeciones de la mayoría de los aliados más próximos a EEUU (incluidos los principales países de la UE), ni los llamamientos a la mesura de algunos socios árabes de EEUU (sólo algunos), ni la oposición de buena parte del establishment de seguridad nacional estadounidense lograron modificar los cálculos del neófito político convertido en presidente. Tampoco sirvieron de nada la oposición del Papa Francisco, las condenas de los patriarcas y líderes de 13 iglesias cristianas jerosolimitanas ni las denuncias de la Organización para la Cooperación Islámica. Trump tenía que cerrar un “gran trato” y nada ni nadie se lo iba a impedir.
El pasado diciembre, cuando el presidente norteamericano anunció el reconocimiento de Jerusalén (toda la ciudad, no sólo la parte occidental) como capital de Israel, éste recurrió a un argumento que no dejó a nadie indiferente. Dijo que su decisión serviría para promover la paz entre israelíes y palestinos, pues “retiraba la cuestión de Jerusalén de la mesa de negociaciones”. Los acontecimientos de los últimos cinco meses indican más bien todo lo contrario, pues la Ciudad Santa ha vuelto a estar en el foco de atención de todo el mundo. Tampoco ha explicado Trump cómo se consigue avanzar la paz cuando la parte más fuerte ve todos sus deseos concedidos, mientras se ignora y se castiga a la parte más débil.
Una muestra del rechazo internacional al movimiento de Trump fue la severa derrota que éste cosechó en la Asamblea General de la ONU el pasado 21 de diciembre. Un total de 128 Estados miembros votaron a favor de una resolución que rechaza la declaración del presidente Trump reconociendo Jerusalén como capital de Israel. EEUU tan sólo logró el apoyo de siete países de insignificante peso internacional (cuatro de los cuales son microestados insulares del Pacífico), además de Israel. Hubo 35 abstenciones, después de que Washington amenazara de forma poco sutil con retirar su ayuda a los países que respaldaran la resolución. El enfoque transaccional que le sirvió a Trump como hombre de negocios no le dio los resultados que esperaba en el principal foro internacional, para enfado suyo y de su embajadora Nikki Haley.
”Los principales países del sistema internacional y socios de EEUU mostraron su disconformidad no acudiendo a la ceremonia de inauguración”
El traslado de la Embajada de la discordia se realizó a toda prisa (en poco más de cinco meses, cuando inicialmente se había hablado de un año o más), y se escenificó con una ceremonia el pasado 14 de mayo, coincidiendo con el 70 aniversario del establecimiento del Estado de Israel. Trump no asistió en persona, como habría sido de esperar. La delegación oficial de su país estuvo compuesta casi íntegramente por ciudadanos estadounidenses judíos que han financiado asentamientos de colonos en los Territorios Ocupados. La cabeza visible fueron la hija del presidente, Ivanka, y el yerno, Jared Kushner, quien mantiene importantes negocios y relaciones con las elites políticas conservadoras y con diversos actores económicos de Israel. Una vez más, los principales países del sistema internacional y socios de EEUU mostraron su disconformidad no acudiendo a la ceremonia de inauguración.
La decisión de trasladar la Embajada y su ejecución han tenido lugar en un contexto muy concreto, tanto a nivel interno en EEUU como a nivel regional en Oriente Medio. Internamente, el “factor Trump” conlleva unas formas y unas decisiones que rompen con políticas establecidas por sus predecesores (sobre todo, si se trata de algo que hizo Barack Obama). Para empezar, la diplomacia estadounidense ha sufrido severos recortes, una fuga de cerebros y un fuerte desprestigio en poco más de un año. Este presidente atípico se ha rodeado de asesores leales a sus tesis, pero no necesariamente experimentados ni mesurados en el papel que desempeñan, como son su hija y yerno, su asesor para Israel, Jason Greenblatt, y su embajador en Israel, David Friedman. Además, existen unos enormes conflictos de intereses, pues se entremezclan sus funciones gubernamentales con sus intereses y negocios familiares, todos vinculados a la Organización Trump (un grupo de aproximadamente 500 empresas, de las cuales el actual presidente es el único o principal propietario, y donde sus hijos y asesores tienen o han tenido puestos clave).
El equipo de Trump incluye a numerosas personas con conexiones estrechas con las elites políticas y económicas de Israel, bien sea por motivos familiares, económicos, ideológicos o mesiánicos. En esta última categoría se incluye a buena parte de los seguidores de las iglesias evangélicas estadounidenses, cuyos votantes suelen ser pro-sionistas militantes y apoyan toda política que favorezca el fortalecimiento del Estado de Israel. Para los sectores más conservadores de esos votantes, representados en la Casa Blanca por el vicepresidente Mike Pence, el apoyo a Israel representa el cumplimiento de una profecía bíblica, que anticipa la llegada del Mesías y anuncia la proximidad del Apocalipsis. Trump no quiere perder a esa base electoral altamente ideologizada y fiel.
En cuanto al contexto en Oriente Medio, puede que la región esté atravesando el período más destructivo desde la aparición del sistema de Estados regionales al término de la Primera Guerra Mundial. Un número creciente de conflictos y fracturas recorren Oriente Medio y el norte de África. Israel se ha encontrado con una convergencia de intereses con algunos países árabes (principalmente Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos y Egipto), que se centran en su oposición conjunta a la creciente influencia regional de Irán. En ese contexto, Israel siente que no encontrará ninguna oposición seria de los gobiernos árabes a sus políticas defendidas desde Washington.
“El actual presidente y sus asesores más cercanos han demostrado no tener ningún interés en avanzar un proceso de paz en el que el gobierno de Israel no obtenga la totalidad de sus demandas”
Hubo un tiempo en que EEUU se presentaba como un intermediario honrado (honest broker) entre las partes enfrentadas en el conflicto israelo-palestino. Muchos dudan de que alguna vez lo fuera. Sin embargo, la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca ha sacudido muchas cosas, incluida la apariencia de que esté actuando como intermediario honrado. El actual presidente y sus asesores más cercanos han demostrado no tener ningún interés en avanzar un proceso de paz en el que el gobierno de Israel no obtenga la totalidad de sus demandas y exigencias.
No hay nada nuevo en que una Administración estadounidense asuma las tesis del gobierno israelí de turno. Lo que sí es novedoso es el nivel de presión al que se está sometiendo a la parte palestina, tanto de forma directa (mediante una campaña de aislamiento y retirada de ayuda a los refugiados palestinos), como indirectamente (según algunas informaciones, a través de presiones ejercidas por países árabes del Golfo cuyos gobernantes están en sintonía con la Administración Trump). Si el objetivo de esas presiones es que los palestinos acepten cualquier “trato del siglo” que les ofrezca Trump en términos de “o lo tomas o lo dejas”, difícilmente esta vía conducirá a la paz. El riesgo de que la región salga más desestabilizada es real.
En el tema de la Embajada, como en la retirada unilateral del acuerdo nuclear entre las grandes potencias e Irán, Trump ha optado por ir por libre (o, mejor dicho, de la mano de Israel). Ningún miembro de la OTAN, de la UE, de la Liga Árabe, de la Organización para la Cooperación Islámica, ni siquiera del Consejo de Cooperación del Golfo ha dado su apoyo explícito a su medida unilateral en Jerusalén. El presidente estadounidense ha podido llegar a la conclusión de que a algunos líderes árabes no les importan mucho los palestinos. En eso puede no estar del todo equivocado, pero sí se equivocaría si se creyera que las poblaciones árabes y musulmanas también se desentienden de lo que ocurre en Palestina. Los recientes pasos dados por Trump no hacen que la paz esté más cerca, ni garantizan más seguridad a EEUU, ni tampoco mejoran su imagen mundial. Más bien queda como un Estado con problemas de fiabilidad y de previsibilidad.
Si es cierto que la política exterior de Trump está marcada por su carácter transaccional, cabe preguntarse a cambio de qué ha concedido semejante deseo al gobierno de Netanyahu. Nada indica que haya habido ninguna contrapartida israelí de cara a una reanudación de las negociaciones de paz con los palestinos. Más bien, parece que se premia que este primer ministro haya liquidado de facto la solución de “dos Estados para dos pueblos”. Seguramente Trump sí haya empleado un enfoque transaccional en el tema de Jerusalén, pero dando prioridad a los intereses de la familia y su entorno por delante de los intereses nacionales.