Ahora parece que finalmente terminarán viéndose en Singapur el próximo día 12; pero la misma imprevisibilidad que ha caracterizado desde el principio el acercamiento entre Donald Trump y Kim Jong-un no permite descartar aún nuevas espantadas. En un primer momento (24 de mayo) se interpretó la cancelación de la cumbre anunciada previamente por la Casa Blanca –tras el gesto sobreactuado de Pyongyang, haciendo visible su indignación por las declaraciones de John Bolton refiriéndose a un posible “modelo libio” para la desnuclearización– como un intento de evitar el ridículo, al percibir que el encuentro podría terminar sin resultado alguno.
Hoy, sin embargo, tras la visita de Kim Jong-chol a Washington –portador de una misiva personal del mandatario norcoreano–, cabe interpretar la aparente rabieta estadounidense como un elemento añadido de una estrategia más amplia. Al subir la apuesta para que Jong-un logre finalmente la foto con el presidente estadounidense, en su afán por ser reconocido como un actor relevante en el escenario internacional, Washington busca garantizar de partida alguna concesión para poder levantarse de la mesa con algo en las manos. Así lo indica el hecho de que, a pesar del intercambio de reproches de estos pasados días, los negociadores de ambas partes desplazados ya a Singapur desde días antes hayan seguido manteniendo los contactos para preparar la cumbre.
Es cierto que, de momento, ha sido Pyongyang quien ha dado algunos pasos efectivos, como el de la liberación de tres ciudadanos estadounidenses. Y aunque a eso se ha sumado la destrucción pública de las instalaciones de Punggye-ri, es preciso señalar que ya los servicios de inteligencia habían advertido que, debido a las pruebas nucleares realizadas allí hasta ahora, el centro había quedado prácticamente inservible por el colapso de la mayoría de sus túneles y el irreversible hundimiento del terreno sobre el que se había edificado.
Por supuesto, es Kim Jong-un quién está más necesitado. En su afán por dejar de ser considerado un paria internacional y liberarse del castigo impuesto por la ONU en sucesivas rondas de sanciones –llevadero para el régimen en la medida en que no tiene que dar cuentas a una opinión pública inexistente–, pretende ahora pasar página, no solo para estar en mejores condiciones de mantener el régimen que ha heredado, mejorando los niveles de bienestar de su pueblo, sino también para seguir aspirando a una reunificación de la península, libre de fuerzas extranjeras (es decir, estadounidenses). A pesar de los obstáculos que ha encontrado en el camino es obligado reconocer que hoy nada apunta a su colapso inmediato –una hipótesis que durante años se ha manejado como argumento para no intervenir directamente desde el exterior. Pero es que, además, aun en esas circunstancias no hay más remedio que admitir que Kim Jong-un se siente más confiado que nunca, dado que ha logrado completar el ciclo nuclear al hacerse no solamente con la tecnología necesaria para fabricar una bomba operativa, sino también dotarse de misiles de largo alcance igualmente operativos.
Es esa confianza la que, en definitiva, ha llevado a Pyongyang a implicarse en la iniciativa de la cumbre bilateral con EEUU. Por eso, además de los gestos ya citados, ha ido dejando atrás viejas exigencias, como el levantamiento de las sanciones como precondición para volver a la mesa de negociaciones, la suspensión inmediata y definitiva de los ejercicios militares conjuntos entre Seúl y Washington o la retirada de las tropas y las armas estadounidenses de Corea del Sur, al tiempo que ha aceptado que el objetivo del proceso negociador que ahora se reabre sea la completa desnuclearización de la península coreana.
En definitiva, Kim Jong-un no está en una situación tan desesperada como para doblegarse a lo que Washington pretenda. Le interesa, sobre todo, obtener garantías de que Washington no pretende derribarlo, y a buen seguro exigirá mucho más que lo que en su día obtuvo Gadaffi, a cambio de desmantelar un programa mucho menos desarrollado que el norcoreano. Le interesa igualmente reactivar un proceso que pueda conducir algún día a la reunificación de la península. Y a cambio de ello puede momentáneamente aliviar la tensión, ralentizando o reconduciendo su programa nuclear y misilístico; sin olvidar que siempre puede volver a acelerarlo o a recuperar las viejas exigencias ya mencionadas en el momento en el que lo considere oportuno. Sabe que, de ese modo, provocará un cierre de puertas por parte de Estados Unidos y así todo regresaría a un juego en el que es un consumado maestro y que todavía puede gestionar sin graves consecuencias por un tiempo.
Llegados a este punto, es previsible que la cumbre no sea más que un punto de arranque de un complejo proceso en el que son muchos los que sienten llamados a implicarse directamente. A los ya sobradamente conocidos, como Corea del Sur (que puede acabar estando presente en la cumbre), se añade China (que ha recibido por dos veces a Kim Jong-un desde que se anunció el encuentro), Japón y, más recientemente Rusia (con la entrevista entre Serguéi Lavrov y el propio gobernante norcoreano, siguiendo una pauta ya ensayada en otros conflictos para convertir a Moscú en interlocutor imprescindible). Entretanto, todo apunta a que finalmente será Washington quien pague la cuenta de ambas delegaciones en el lujoso hotel “The Fullerton” donde ambos mandatarios se verán las caras en breve.