El sociólogo Robert Putnam planteó hace más de tres décadas la teoría (basada en la de juegos) de los “dos niveles” de conflicto, el exterior o internacional, y el doméstico, según la cual, para lograr acuerdos el negociador tiene que conseguir un consenso ganador para todos entre los actores en ese tablero internacional, que luego se ratifique en el nacional. Con lo que le está ocurriendo, es dudoso que la Administración Trump logre nada en ninguno de estos niveles, aunque es verdad que para estos menesteres diplomáticos se necesita un alto grado de confidencialidad (para lo que se requiere también un alto grado de integridad), que se puede haber perdido.
No sólo es la posibilidad de impeachment, sino la política exterior en la sombra que ha podido llevar el presidente Trump, junto la que conduce a la luz, la que está socavando la credibilidad de EEUU. Recordémoslo: la acusación central de las denuncias en curso –que aún han de llevar a una investigación para un posible impeachment– es haber presionado al presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, para que impulsara una investigación sobre su posible rival político Joe Biden y su hijo, y, por tanto, haber utilizado su cargo, su política exterior, para obtener beneficios políticos para sí, no para el interés del país, en posible contravención de sus obligaciones constitucionales. Esto va más allá de la famosa afirmación de Tip O’Neill de que “toda la política es local”.
Las denuncias están sacando a la luz mucho más. Está claro que Trump no cree en la necesidad de aliados, pese a que incluso EEUU, por muy poderoso que sea en tantos ámbitos, se ha quedado pequeño para muchos de los retos que tiene que encarar, diplomáticos, tecnológicos y militares. La transcripción (incompleta) de su conversación con Zelenski deja en un pésimo lugar a los europeos, y en particular a Angela Merkel y a Emmanuel Macron, a los que intenta socavar, con afirmaciones falsas sobre su inoperancia en términos de ayuda a Ucrania.
Incluso sus apelaciones a que China investigue a los Biden –rechazadas por Pekín– restan seriedad a la política que está intentando seguir frente al gigante asiático. Manifestar que no le importa la injerencia rusa en las elecciones de EEUU, tampoco contribuye.
Una cuestión es qué política exterior va a seguir Trump bajo esta presión. De momento, en lo que ha sido una política caótica, no tiene ningún gran éxito que apuntarse. El acercamiento a Corea del Norte no ha producido aún frutos, ni parece que, si acaso, pueda producirlos a corto plazo. La política comercial con China (no así la tecnológica) la está revisando, pues es una guerra en la que todos pierden, y el mal momento de la economía mundial y la estadounidense parece exigirlo. La tregua alcanzada así parece indicarlo. Los aranceles a Europa contribuyen al distanciamiento. Y su política en Oriente Medio hace aguas, como con la mala gestión del tema kurdo en Siria, contradictoria y que en buena parte heredó de la Administración Obama. Anunciando que es “hora de salirnos” y que “otros resuelvan la situación” ha lanzado a Turquía contra los que fueron los mejores aliados de EEUU en la lucha contra Daesh. Por no hablar de Venezuela.
Frente a Irán, tras retirarse del acuerdo que estaba evitando que el país se dotara de armas nucleares, Trump ha sido prudente en lo que respecta al uso de fuerza militar por EEUU (aunque la ha utilizado en ocasiones). Parece haber convencido a los europeos de apoyarle en la búsqueda de un nuevo acuerdo que, además de la cuestión nuclear, incluya la estabilidad regional y el no apoyo al terrorismo. Ante los ataques –de origen dudoso– a dos petroleros en el Golfo, y el destructivo con misiles y drones a plantas estratégicas saudíes, Trump ha evitado hasta el momento replicar militarmente.
Claro que para entender su política exterior hay que comprender que el interés primordial que guía a este presidente es el suyo propio, es decir, todo lo que le favorezca de cara a su reelección. Dana Millibank considera que nunca se trató de America first, sino de Trump first. Por lo que es dudoso, en un país que no quiere nuevas aventuras militares, que se vaya a meter en operaciones arriesgadas. Puede, como indica Robert E. Kelly del Lowy Institute, que el intento de impeachment produzca giros aún más insospechados, pero quizá si avanza el procedimiento, con el presidente obsesionado por él, su política exterior se estabilice.
Trump no es un neocon que quiera utilizar la fuerza para cambiar el mundo y exportar democracia (aunque los neoconservadores fracasaron en Irak). Ha echado como consejero de Seguridad Nacional a John Bolton, que sí lo era. Tampoco es un conservador, ni un aislacionista. Pero ha reducido el Departamento de Estado en personal, presupuesto y peso político, y ha criticado a los servicios de Inteligencia. Es más bien puramente nacionalista, como reflejó con crudeza en su reciente discurso ante la Asamblea General de Naciones Unidas (“el futuro pertenece a los patriotas”). O un oportunista transaccional que aborda la política exterior como si fuera un negociante, no un negociador. Con unos socios y aliados en el mundo –gobiernos y opiniones públicas– que cada vez desconfían más de él (y que tampoco han estado a la altura en Siria). Es, además, una política exterior, e interior, que cada vez se puede manipular más desde fuera, como objeta Walter Russell Mead.
Es decir, puede que la política de Trump, la de la luz y la de la sombra, acabe en America less, es decir en unos EEUU menos influyentes y menos capaces de contribuir a mantener una cierta estabilidad regional o mundial. ¿Está siendo ya un efecto vacuna o de rebote, Europe more? Quizá Trump esté despertando a esa Europa que, como dice Josep Borrell, “tiene que aprender a utilizar el lenguaje del poder”. Pero el lenguaje sin capacidades y sin unidad, no es suficiente. Y Europa sola tampoco puede.