No es, desde luego, el único. Ahí está desde hace tiempo Vladímir Putin empeñado en garantizarse una zona de influencia propia en sus vecindades europea y asiática, mientras que Xi Jinping no deja duda alguna sobre su pretensión de absorber Taiwán y ampliar su dominio en los mares del sur y del este de China. Y hasta Turquía sueña a lo grande e Israel sigue ganando terreno soberano de otras naciones manu militari. En todo caso, lo chocante con Donald Trump es que sus recientes pretensiones imperialistas respecto a Canadá, Panamá y Groenlandia rompen por completo su pretendida imagen de no belicista y su supuesto perfil aislacionista.
Trump y su estrambótico compañero de viaje, Elon Musk, parecen pretender remodelar el mundo a su imagen y semejanza. Eso supone, en primer lugar, terminar el derribo del orden internacional vigente, tanto en lo que afecta a instituciones que directamente no respetan –como las Naciones Unidas– o que ya no les resultan útiles –como la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN)–, al tiempo que se sienten libres para saltarse los compromisos internacionales heredados- como el Acuerdo de París –y para hacer caso omiso de las reglas fundamentales que regulan las relaciones internacionales– incluso aunque se trate de aliados. Así se entiende, por ejemplo, que no descarte el uso de la fuerza militar para lograr el control de Groenlandia y del canal de Panamá o que muestre un desprecio tan visible contra el primer ministro canadiense.
“Cuando un personaje como Trump habla de que el control de estos territorios es de ‘vital’ importancia para la seguridad nacional estadounidense, es inevitable rememorar la referencia al ‘Lebensraum’ germánico del que Adolf Hitler echó mano en su momento”.
No parecen ser, contra lo que pudiera parecer a primera vista, ocurrencias o desvaríos de actores noveles en el escenario internacional, sino meditadas posturas de quienes van a liderar la principal potencia militar, económica, cultural, tecnológica y energética del planeta. Eso hace que dispongan de muchos y muy potentes instrumentos para hacer realidad sus sueños, inspirados por un agresivo y ultranacionalista enfoque transaccional que buscaría no sólo intentar revertir el declive del liderazgo estadounidense, sino tomar ventaja en la competencia entre potencias globales que ya quedó reflejada en la Estrategia de Seguridad Nacional que el propio Trump suscribió en diciembre de 2017.
Cuando un personaje como Trump habla de que el control de estos territorios es de “vital” importancia para la seguridad nacional estadounidense, es inevitable rememorar la referencia al “Lebensraum” germánico del que Adolf Hitler echó mano en su momento; sobre todo si se recuerda que el propio Trump manifestó que se sentía tentado de ser “dictador”, al menos por un día, y de contar con los generales que aquel había tenido. Lo que parece transmitir ese planteamiento es un claro deseo de consolidar un área propia fundamentada en una asociación asimétrica en la que Estados Unidos (EEUU) sería el único que gozaría de soberanía real, subordinando el resto de vecinos y aliados a su dictado (algo similar a lo que tenía en mente Leónidas Brézhnev en 1968 cuando hablaba de la “soberanía limitada” del resto de miembros del Pacto de Varsovia).
Visto desde la Unión Europea (UE) esa perspectiva anuncia problemas. Por un lado, porque podemos vislumbrar que, con todo su poderío económico y tecnológico, buscará dividir y debilitar a los Veintisiete potenciando las relaciones bilaterales con cada uno de ellos en detrimento de Bruselas. En la medida en que no pueda subordinar al conjunto de la Unión a sus planes, tratará de alimentar la fragmentación que ya existe, cortejando a unos (con Viktor Orbán y Giorgia Meloni a la cabeza), mientras castiga a otros; todo ello con la intención de contribuir al descrédito de un proyecto de unión política que representa lo contrario de lo que el magnate propugna. Por otro, más allá de que su propia figura servirá de ejemplo a seguir por parte de actores euroescépticos y antieuropeístas, empeñados en dinamitar la Unión desde dentro, podría encargarse de apoyarlos financieramente para que puedan tener mayor capacidad para promover el mismo ultranacionalismo antidemocrático que define al próximo inquilino de la Casa Blanca.
En esa misma línea cabe temer que su implicación directa en la resolución del conflicto en Ucrania, aprovechando que EEUU es el principal contribuyente económico y militar de Kyiv, termine por forzar un acuerdo que deje el país dividido y la UE más expuesta al ardor militarista de Moscú.
Que, contraviniendo la tradicional costumbre de no contar con mandatarios extranjeros en la toma de posesión, Trump haya cursado invitaciones al presidente chino (que la ha rehusado), a Benjamín Netanyahu (que previsiblemente tampoco asistirá), a Nayib Bukele (presidente de El Salvador), a Daniel Noboa (presidente de Ecuador), a Javier Milei (presidente de Argentina), a Giorgia Meloni (primera ministra de Italia), a Jair Bolsonaro (expresidente de Brasil), a Salomé Zurabichvili (expresidenta de Georgia), a Nigel Farage (diputado británico y líder del partido Reform UK), a Eric Zémmour (líder del partido francés ultraderechista Reconquista) y a Santiago Abascal (líder del partido ultraderechista Vox), da una idea de sus simpatías y sus intenciones.