Si concedemos alguna importancia a los símbolos, la decisión de Donald Trump al elegir a Arabia Saudí, en lugar de Canadá o México, como destino de su primera salida al exterior, viene cargada de malos presagios. Aún sin estar perfilada en detalle, la política exterior de la nueva administración parece claramente determinada a preservar el papel de liderazgo mundial para el que Estados Unidos cree haber sido designado por los dioses.
Nada nuevo hasta ahí en una nación que, como mínimo, se considera imprescindible en el escenario internacional y, en las ensoñaciones de alguno de sus mandatarios, se ve como la encarnación del bien en lucha contra el mal. Donde comienza lo chocante y lo inquietante de sus primeros pasos para lograr sus objetivos es su decisión de incrementar notablemente su presupuesto de defensa, al tiempo que reduce los fondos dedicados a la diplomacia y a la cooperación al desarrollo; como si no entendiera que no hay solución militar a ninguno de los problemas que definen el mundo globalizado de nuestros días. A esto se une, y ahí vuelve a resultar paradigmática la apuesta por Arabia Saudí, el visible desprecio a cualquier norma ética o incluso legal, cuando se opta por apoyar a aliados tan notoriamente problemáticos por el simple hecho de que comparten el rechazo a los mismos enemigos: Irán y Daesh.
Como resultado de esa desenfocada visión de lucha contra los “malos” y los “perdedores” –que tiene a Duterte, en Filipinas, y a Al Sisi, en Egipto, como ejemplos a añadir–, nos encontramos con la firma de sustanciosos contratos de suministro de avanzados sistemas de armas a Riad –con una valoración estimada inicialmente en unos 100.000 millones de euros, aunque la cifra final puede superar los 350.000 en una década–. El mensaje que Trump envía con ese gesto es de significado múltiple. Por un lado, indica que Washington no está dispuesto a volver a implicarse militarmente en Oriente Medio, sino que pretende delegar en sus aliados naturales en la región, más interesados en principio en mantener un statu quo que también les resulta ventajoso. A partir de ahí, da a entender que está dispuesto a apoyar con armas, apoyo de inteligencia y asesoramiento a Arabia Saudí en su intento de conformar una especie de “OTAN islámica” (una amalgama militar suní contra Irán, dispuesta también a actuar contra los yihadistas que pululan en la región). Por último, muestra abiertamente su intención de mirar para otro lado ante la reiterada promoción que desde allí se hace de un islam radical que está en la base de muchas de las derivas violentas que hoy salpican no solo a los países musulmanes, sino también a Occidente. Buena muestra de ello es que Trump haya avalado con su presencia la sarcástica creación en Riad del centro Moderación, dedicado a luchar contra el extremismo religioso, al que pronto se unirá otro para combatir la financiación del yihadismo.
Tampoco cabía esperar mucho más que simples gestos para la galería de las entrevistas con Benjamin Netanyahu y Mahmud Abbas. De las pocas cosas que parecen claras desde la irrupción en escena de Trump ninguna destaca tanto como su ilimitada autoestima –convencido de sus sobresalientes capacidades para solucionar todo aquello que se proponga– y su inclinación proisraelí, de la que deriva el nombramiento de David Friedman como embajador en Tel Aviv, de Jared Kushner como enviado especial y de Jason Greenblatt como representante para cualquier hipotética negociación. Visto así, es ilusorio suponer que Washington puede ser actualmente un intermediario honesto y equilibrado en la búsqueda de solución a un conflicto tan enrevesado. Otra cosa es que, combinando alineamientos con Tel Aviv (dejando que sea Netanyahu quien establezca las líneas rojas) y presiones sobre los más débiles (la Autoridad Palestina), Washington termine siendo la clave para imponer una apariencia de acuerdo que le sirva a Trump para imitar a Clinton en los jardines de la Casa Blanca.
Sin salirse del ámbito de lo simbólico, nada sustancial cabe extraer de la visita del dignatario estadounidense al Vaticano. Basta recordar el semblante serio del papa Francisco en las fotos de rigor para entender que poco cabía esperar de un encuentro entre dos personalidades tan alejadas en sus posiciones políticas, sea en relación con el cambio climático, la lucha contra la pobreza o la búsqueda de la paz. No es previsible que Washington encuentre hoy en la diplomacia vaticana un aliado tan sólido como el que en su día tuvo Ronald Reagan, con un prelado polaco tan activista como él mismo en su afán por derruir el comunismo y el imperio soviético.
Por último, sus apariciones en la reunión de la OTAN y del G-7, empujones y desplantes al margen, siguen derivándonos al terreno de la simbología y las apariencias. Como ya era previsible, el encuentro no fue más que un evento social que Trump aprovechó para volver a reconvenir a los que todavía no cumplen con el compromiso establecido en Gales (quizás olvidando que el plazo fijado es 2024) y para visibilizar su falta de sintonía con algunos de sus principales aliados (Alemania, especialmente). Ni siquiera las declaraciones oficiales al final del encuentro, en el sentido de que la OTAN se incorpora a la coalición internacional liderada por Estados Unidos contra el terrorismo yihadista, es una noticia relevante, dado que la práctica totalidad de los miembros de la Alianza ya están de facto integrados en ella. Si a eso se añade, más allá de la confluencia de intereses sobre el terrorismo, el desencuentro en el G-7- –en cuestiones como el compromiso para hacer frente al cambio climático y para responder conjuntamente a la inquietud que genera Rusia–, podríamos concluir suponiendo que Trump regresa a casa aún más convencido de su clarividencia, de que no necesita cambiar el rumbo y de que, a fin de cuentas, él es el más fuerte. Nada bueno cabe esperar de eso.