Falta solo un año: el viernes 24 de julio de 2020, la antorcha olímpica se encenderá en el nuevo estadio de Tokio para celebrar los 32º Juegos Olímpicos de verano de la era moderna, seguidos por los Paralímpicos. Será la segunda vez que la capital japonesa acoja los juegos tras los de 1964, los primeros celebrados en Asia (sería la tercera si los de 1940 no se hubieran suspendido por la invasión japonesa de China). Signo de los tiempos, los del próximo verano se insertarán entre otros dos anfitriones asiáticos para los juegos de invierno: Pyeongchang (Corea, 2018) y Pekín (China, 2022).
Aquellos juegos de 1964 sirvieron para modernizar el aeropuerto de Haneda, presentar el tren de alta velocidad Tōkaidō Shinkansen que conecta desde entonces la capital con Osaka y renovar las infraestructuras de la ciudad pero, sobre todo, mostraron al mundo la transformación en tiempo récord de Japón en potencia pacífica, tecnológica y vanguardista. Como recuerda Florentino Rodao, un anuncio de esos días decía: «Los descendientes de quienes construyeron jardines de piedra en los plácidos jardines de los templos zen están ahora construyendo receptores de televisión transistorizados y camiones cisterna gigantescos». El Japón de hoy es el del contraste sorprendente entre modernidad y tradición («old meets new», reza el eslogan de Tokio), el del primer ministro Abe disfrazado de Súper Mario en la clausura de Río 2016 y la entronización de Naruhito en el secular takamikura, de 8 toneladas. Pero también es el Japón que ha sabido recuperarse del desastre de 2011 y que llevará el fútbol y el béisbol a las zonas afectadas. Este Japón tiene nuevos desafíos que afrontar y nuevas imágenes que proyectar a un mundo muy diferente que, cincuenta años después, tiene al océano Pacífico como eje económico y Asia como permanente referencia.
Tokio 2020 debería mostrar el camino de los «nuevos» juegos olímpicos en los que la ciudad que los alberga no se transforma monstruosamente, sino que los integra en un entorno urbano sostenible sin afectar a la vida de los ciudadanos, a la región y, en última instancia, al planeta. ¿Es posible hacerlo cuando la propia esencia de los juegos es concentrar en poco más de dos semanas todas las disciplinas, miles de deportistas y visitantes, en un mismo lugar? La (derrotada) propuesta de Suecia para los próximos juegos de invierno de 2026 combinaba infraestructuras propias con otras en Lituania, para evitar sobreesfuerzos presupuestarios o medioambientales; el próximo campeonato europeo de selecciones de fútbol se celebrará en doce ciudades de once países, para aprovechar al máximo las infraestructuras preexistentes. El movimiento olímpico tiene que extremar los cuidados para promover la sostenibilidad de las propuestas de sedes, evitando que se construyan «elefantes blancos» inservibles tras los juegos o, como ocurrió en Corea, que se sacrifiquen bosques de varios siglos para construir infraestructuras que tendrán apenas unos pocos días de uso, para volver después a reforestarlos. A esta prioridad, imprescindible, obedece la publicación de la guía de sostenibilidad por el COI en abril de 2019.
Los Juegos suponen siempre una gran inversión pública, compensada internamente con rédito electoral y externamente premiada con publicidad, influencia y poder blando. Los grandes costes (y sobrecostes) finales son, sin embargo, cada vez más difíciles de justificar en un tiempo en el que decenas de prioridades compiten por el gasto público. En estos días se discute en Japón el importe añadido que supondrán, por ejemplo, las medidas para mitigar el calor durante las semanas de los juegos. Las temperaturas veraniegas en Tokio son siempre muy altas y el país vivió una de sus peores olas de calor el año pasado, cuando la media de temperaturas subió dos grados, se alcanzaron los 41,1º de máxima, 156 personas murieron y casi 90 mil tuvieron que ser hospitalizadas por los efectos de una prolongada ola de calor. La organización de los juegos de Tokio ha previsto cambios en los horarios de las competiciones o sistemas de refrigeración en las zonas donde se desarrollarán. Todo tendrá un impacto en la factura final.
No es extraño que el Comité Olímpico Internacional haya optado, en junio pasado, por modificar el procedimiento de selección de las sedes olímpicas para promover candidaturas más sostenibles y de gasto más controlado, en línea con la Agenda Olímpica 2020 y, como dice el comunicado del COI, para «preservar la magia de los juegos olímpicos».
Es esa «magia» la que parece estar hoy en peligro. En primer lugar, porque los juegos resultan a veces más una hemorragia de gasto que una inversión. Un estudio de la Universidad de Oxford detalla que los juegos veraniegos más costosos de los últimos años han sido, por este orden, los de Londres, Barcelona, Moscú, Montreal y Pekín, y en los invernales Sochi, Turín, Nagano y Salt Lake City (comparando sus presupuestos en dólares de 2015). Según el estudio de Oxford, celebrar unos juegos de verano cuesta de media 20.000 millones de dólares, y 40.000 unos de invierno, incluyendo unos sobrecostes que alcanzaron el 720% en la olimpiada de Montréal, 266% en la de Barcelona, 151% en la de Atlanta y 90% en la de Sydney. Eso sin contemplar aún —en el estudio de Oxford de 2016— los resultados de Río: infraestructuras con escaso uso posterior, una pobre imagen exterior y, sobre todo, un enorme déficit asumido por el país que atravesaba al tiempo la crisis institucional, económica y política del final del gobierno Lula.
En 2016, el Comité Olímpico Internacional desarrolló un paquete de reformas llamadas la «new norm» —en línea con las 40 recomendaciones de la estrategia 2020— para evitar los enormes déficits que los juegos habían producido en algunas sedes, y que será ya de plena aplicación en París 2024. Tarde para Japón: un informe oficial del Tribunal de Cuentas del estado japonés calculó a fines del año pasado que el coste total de Tokio 2020 superará los 26 mil millones de dólares (calculando la totalidad de los proyectos desarrollados para los juegos desde 2013 e incluyendo los costes considerados «administrativos» que nunca se habían agregado a la contabilidad oficial de los juegos). Solo el evento en sí mismo podría alcanzar un coste de 7.500 millones de dólares, siete veces el presupuesto inicial y por encima de la estimación del comité organizador que, a finales de 2018, fijó el coste de los juegos en su última revisión del presupuesto en 5.600 millones de dólares en un país cuya economía sigue tratando de recuperar los indicadores de hace una década.
Lo peor, sin embargo, para la «magia» que el COI quiere preservar son los numerosos y recurrentes escándalos de corrupción que rodean al movimiento olímpico. Los últimos afectan al proceso de selección de las sedes. A principios de julio el exgobernador de Rio, Sérgio Cabral, reconoció ante la justicia brasileña haber pagado 2 millones de dólares a miembros del COI para garantizar la elección de la capital carioca como sede de los juegos de verano de 2016. La investigación, iniciada por la fiscalía francesa en 2017 y continuada después en Brasil, condujo a la detención del presidente del Comité Olímpico Brasileño, Carlos Arthur Nuzman y de uno de los principales contratistas de las obras del evento, Arthur César de Menezes Soares Filho —conocido como O Rei Arthur—. Francia continúa por su parte con su investigación, en la que ha implicado al presidente del Comité Olímpico japonés, Tsunekazu Takeda, por compra de votos para la candidatura de Tokio 2020. Takeda ha negado las acusaciones al tiempo que el COI le expulsaba de la organización, mientras la investigación avanza. Y también el Departamento de Estado de EEUU trabaja en las conexiones de organizaciones internacionales de lavado de dinero con la corrupción en las instituciones deportivas. Los juegos de Tokio tienen muchos desafíos, muchos más, que los de mejorar la imagen de Japón en el mundo.