Estos últimos días, dos grandes empresarios, Richard Branson de Virgin Galactic y Jeff Bezos fundador de Amazon y de la aeroespacial Blue Origin, se han subido a cohetes de sus respectivas empresas para viajes comerciales, o promocionales, con pasajeros privados. Un síntoma de que la carrera espacial se ha privatizado, aunque las grandes potencias participan cada vez más en ella. Su objetivo último no es turístico, sino más bien de minería, para empezar en la Luna y en Marte, en busca de tierras raras y otros minerales estratégicos. Elon Musk también se va a subir a uno de los cohetes de su empresa espacial Space X. El otro gran proyecto “físico” de éxito de estos últimos meses ha sido el de las vacunas contra el COVID-19, con un nuevo método, el uso del ARN mensajero, que abre los horizontes de lucha contra otras pandemias. Y luego están las carísimas fábricas de microprocesadores avanzados que se están erigiendo en EEUU y otros lugares, incluida posiblemente una de Intel en Europa, para reducir la dependencia en las fundiciones de Taiwán y Corea del Sur, cuyas insuficiencias han llevado a paralizar cadenas de montaje de automóviles en Europa, Japón y otros lugares. Aunque todo tiene en última instancia una base física, estos grandes proyectos de tecnologías no son puramente digitales (de bits) o intangibles, sino muy materiales (de bits y átomos). No se habrían logrado, sin embargo, sin los avances, por ejemplo, en Inteligencia Artificial. Es lo que un informe del Boston Consulting Group y Hello Tomorrow llama la deep tech o tecnología profunda, la nueva “gran ola de innovación”.
La deep tech puede “transformar el mundo como lo hizo Internet en su día”, afirma el informe. En EEUU las inversiones en este ámbito se han multiplicado por cuatro desde 2016 en sectores como la biología sintética, los materiales avanzados, la fotónica y la electrónica, los drones y la robótica, o lo cuántico, además de la inteligencia artificial (IA). De hecho, el informe considera que no hay propiamente una tecnología profunda, sino un enfoque (approach) de la deep tech.
Las empresas de tecnología profunda tienen cuatro características: están orientadas a problemas que requieren soluciones (no empiezan por la tecnología para ver las posibilidades o por la solución), se sitúan en la convergencia de enfoques (ciencia, ingeniería y diseño) y de tecnologías (el 96% en EEUU emplea, al menos, dos tecnologías y el 66% más de una tecnología avanzada) en torno a tres clústeres (materia y energía, computación y cognición, y sensores y movimiento). Se sitúan sobre un complejo ecosistema: el 83% fabrica un producto con un componente hardware, incluyendo sensores y grandes ordenadores. Es parte de una nueva era industrial. Estos emprendimientos reposan sobre un ecosistema de actores estrechamente vinculados entre sí. No son posibles en un garaje, sino que involucran a centenares o miles de personas en decenas de universidades y laboratorios de investigación. A este respecto, señala el informe, la computación y la electrónica y, en segundo lugar, la sanidad (por encima de la automoción) son las mayores industrias en términos de gastos en I+D, que son cuantiosos. Moderna y la alianza de BioNTech con Pfizer llevaron desde la secuencia genómica hasta el mercado sendas vacunas contra el COVID-19 en menos de un año. Estas empresas, que hicieron mucho en poco tiempo, se beneficiaron de la labor de muchos otros, del mundo académico, de grandes empresas, además del apoyo del sector público. Todos ellos, junto a los Estados, son actores fundamentales en esta ola de la big tech que ya están en marcha en EEUU, China, otros países y en la propia UE y sus Estados miembros.
Los autores del informe ven lo que llaman cuatro “momentos de la verdad” a la hora de enmarcar nuevos paradigmas, y este parece serlo: el de Copérnico (cómo plantear el paradigma: ¿cuál es el problema y puede la realidad ser diferente?); el de Newton (de la teoría: ¿cómo hacerlo posible?); el de Armstrong (el primer paso: ¿se puede construir hoy?); y el de Asimov (la realidad cambiante ¿qué se necesita para que se convierta en la nueva normalidad?).
En la deep tech entra la revolución en los coches eléctricos y en la conducción semiautomática que impulsó muy principalmente Tesla. O el otro gran proyecto de Elon Musk: cubrir el espacio en torno a la Tierra de nanosatélites –ya lleva 1.500 de los cerca de 12.000 que prevé para mediados de esta década– para llevar, prescindiendo de infraestructuras terrestres, el acceso de pago (no barato, unos 100 euros mensuales) de banda ancha a Internet a los lugares más recónditos, o no tan recónditos, a donde no llega la fibra o el 5G terrestre, incluida la “España vacía” o “vaciada”. Lo hace a través de Starlink, filial de SpaceX, con una inversión de 30.000 millones de dólares, que piensa recuperar.
En cuanto a la nueva carrera espacial se ve favorecida por la pérdida de carácter de bienes públicos de la Luna, Marte y en general el espacio ultraterrestre. Se va vaciando el Tratado al respecto de 1967, que, todo hay que decirlo, se ha quedado bastante desfasado. En abril de 2020, en pleno confinamiento por el COVID-19 y mientras el mundo miraba hacia abajo en vez de hacia arriba, el entonces presidente de EEUU, Donald Trump, firmó una Orden Ejecutiva (titulada “Fomentar el apoyo internacional para la recuperación y el uso de los recursos espaciales”) considerando unilateralmente que permite la explotación privada de los recursos naturales de la Luna, que alentaba. Afirma que “los estadounidenses deben tener derecho a participar en la exploración comercial, la recuperación y el uso de recursos en el espacio exterior”, señalando que EEUU nunca ha firmado el acuerdo de 1979 conocido como el Tratado de la Luna que definía el satélite y sus recursos naturales como “patrimonio común de toda la Humanidad”, sujeto a derecho internacional. De hecho, en 2015 el Congreso de EEUU aprobó una ley que permite explícitamente a las empresas estadounidenses utilizar los recursos de la Luna y los asteroides. Joe Biden no ha anulado dicha orden, ni declarado intención de hacerlo, al menos de momento.
La carrera por la tecnología profunda, en la que las grandes empresas están embarcadas, traerá inmensas oportunidades. Y desafíos. Para empezar, para Europa en ese nuevo ámbito que un análisis del European Council on Foreign Relations (ECFR), obra de Ulrike Franke y José Ignacio Torreblanca, llama “la política de la geotecnlogía” (geo-tech politics), proponiendo un nuevo tech compact para la Unión. La tecnología no es solo un factor económico sino también de poder. Y en deep tech, la UE también anda retrasada, pese a disponer de importantes capacidades propias, por ejemplo, en materia espacial, satélites nano o de biotecnología. Lo espacial va a cobrar mayor importancia. Incluso España se ha planteado poner en pie una Agencia Espacial Española, coordinada con la europea ESA. Todo ello va más allá de la aspiración a la soberanía digital, como se ha visto con las vacunas contra el COVID-19, la industria de satélites o los semiconductores, entre otras cuestiones que atañen a la tecnología profunda. Tendrá todo tipo de consecuencias. Profundas.