La zona euro sigue poniendo nuevos ladrillos en el renovado edificio de la gobernanza del euro. Al pacto fiscal, el fondo de rescate permanente (MEDE), el compromiso para crear la posibilidad de recapitalización bancaria directa, las nuevas normas sobre límites de déficit, deuda y desequilibrios por cuenta corriente y el semestre europeo se suma ahora una nueva pieza: una tasa sobre las transacciones financieras. Esta propuesta, apoyada por 11 países de la UE, entre los que se encuentran España, Italia, Alemania y Francia, plantea gravar con un tipo del 0,1% las compraventas de acciones y bonos y con un tipo del 0,01% las de derivados. El objetivo del impuesto es doble. Primero, persigue frenar algunas operaciones financieras a corto plazo mediante el aumento de su coste (esta era la propuesta inicial del economista James Tobin, autor intelectual de la idea de esta tasa en 1972); segundo, intenta incrementar la recaudación y asegurar que el sector financiero contribuya en mayor medida a financiar las arcas públicas tras haber sido uno de los principales causantes de la crisis financiera (la propuesta de la Comisión plantea que se podrían generar 57.000 millones de euros al año). Estos 11 países avanzarán mediante el mecanismo de cooperación reforzada y, si el Parlamento europeo lo aprueba, la maquinaria burocrática bruselense se pondría en marcha para avanzar en su aplicación.
La propuesta ha levantado reacciones enfrentadas. Para sus defensores, que llevaban décadas defendiendo su utilidad y que antes de la crisis eran tachados de radicales anti-capitalistas, que la propuesta haya llegado a la ortodoxia intelectual en Europa continental constituye sin duda un éxito. Para sus detractores, este impuesto será contraproducente. Espantará a los inversores (que realizarán las transacciones desde países que no la apliquen) y elevará los costes financieros para el consumidor final, ya que los bancos trasladarán a sus clientes el nuevo coste. Sólo sería viable si todos los países del mundo la adoptaran, algo que en la actualidad es imposible (ni EEUU, ni el Reino Unido, ni China, donde se localizan los principales centros financieros del mundo, están dispuestos a hacerlo).
Pero más allá del debate sobre su utilidad, lo interesante desde el punto de vista de la economía política es que esta propuesta plantea un nuevo cisma dentro de la UE. A un lado quedan los británicos, a los que se unen algunos de los nuevos países del este, que con una visión propia del capitalismo anglosajón rechazan la propuesta por considerar que interfiere en el buen funcionamiento del mercado. Por otro, están la mayoría de los países de Europa continental y del euro que, encabezados por Alemania y Francia, tienen una visión del capitalismo diferente, según la cual los mercados son peligrosos y deben ser regulados y controlados.
El modelo neoliberal es bien conocido. Confía en el buen funcionamiento del mercado, desconfía del papel del Estado, aboga por la privatización y la desregulación y no se preocupa en exceso ni de la inflación ni de la deuda. Sin embargo, el otro modelo, que en Alemania se conoce como ordoliberalismo (y que es el que se está imponiendo lentamente en la nueva Europa germanizada a la que está dando lugar la crisis), considera que la regulación de todos los mercados (y en especial de los financieros) es necesaria porque los mercados sobrerreaccionan, sufren pánicos y son dañinos para el mantenimiento de la economía social de mercado. Además, proclama que el exceso de deuda y de crédito, tan propios del capitalismo anglosajón, son dañinos (e incluso moralmente cuestionables) y que la inflación no se puede tolerar (para una excelente explicación del ordoliberalismo véase The long shadow of ordoliberalism: Germany’s approach to the euro crisis). Como es natural, la aproximación francesa al capitalismo, más intervencionista e históricamente opuesta al modelo anglosajón, casa bien con la propuesta ordoliberal alemana. Y países como España e Italia, que no tienen una posición demasiado clara al respecto, han tenido que sumarse a los países fuertes del euro porque ahora tienen otras cosas más importantes en las que dar la batalla.
Lo que esta propuesta nos muestra es que los países del euro cada vez están integrando más sus economías y se están dotando de una nueva gobernanza que responde claramente a un modelo de capitalismo que en el pasado no fue tan dominante en Europa, y en el que el Reino Unido no tiene cabida. Si esta dinámica continúa (y salvar el euro requiere que así sea), el cisma entre los países del euro y el resto de sus socios comunitarios (y muy especialmente los británicos) será cada vez mayor.