La lista no deja de aumentar e Irak solo es el caso más reciente de una dinámica que ahora mismo también tiene como protagonista a la ciudadanía egipcia y hace nada a la sudanesa, a la argelina y a tantas otras que desean abiertamente mostrar su malestar (también en Occidente y en Hong Kong) con unos gobiernos que les han decepcionado sin remedio, al tiempo que aspiran a lograr cambios que mejoren su nivel de bienestar y de seguridad. Pero, en paralelo, también aumenta el número de los gobiernos que eligen la misma manera de responder a esas movilizaciones: una desproporcionada represión violenta. Y así en Irak ya se contabilizan más de un centenar de muertos y más de 3.000 heridos en apenas cinco días.
El caso es que la situación iraquí no puede sorprender si se tiene en cuenta el contexto. Tras años de violencia acumulada desde la guerra con Irán (1980-1988), la Operación Tormenta del Desierto (1991), la invasión estadounidense (2003) y el impacto del intento de Daesh de crear una realidad paraestatal (2014-2017) Irak sigue sumido en la violencia, la corrupción y el sectarismo generalizados. Como consecuencia, y en abierto contraste con las tan reiteradas como incumplidas promesas de desarrollo y garantías de seguridad realizadas por los sucesivos gobiernos (todos ellos de mayoría chií), el presente y el futuro inmediato de los casi cuarenta millones de iraquíes sigue siendo muy oscuro. Y eso explica en gran medida que Adel Abdul Mahdi, en menos de un año de mandato, ya haya agotado tan rápidamente la paciencia ciudadana.
Porque no es fácil explicar cómo en el tercer exportador mundial de petróleo, con un 60% de la población con menos de 25 años, los cortes de electricidad siguen siendo demasiado frecuentes, los servicios de salud y de educación sufren una desatención que los ha abocado a la ineficiencia, el desempleo juvenil supera el 40% y el 20% de la población vive por debajo de la línea de pobreza. O sí lo es, pero el empeño cortoplacista de unos gobernantes más centrados en dirimir sus diferencias que en atender a la población (más allá de un enfoque clientelar), así como las nefastas influencias externas (no solo de Teherán), acaban por imponer un modo de actuar que solo toma en consideración las variables macro, sin prestar atención a lo que ocurre a nivel micro.
Y lo que ocurre es que la ciudadanía iraquí, sin liderazgo político reconocible hasta el momento, ha vuelto a las calles. Si a eso se suma que Ali al Sistani –el líder espiritual de los chiíes iraquíes (algo más del 60% de la población)– muestra abiertamente su apoyo a las manifestaciones y demanda que el gobierno deje de emplear la violencia y se apresure en atender a su población, las cosas se complican mucho más para un gobierno central que ha vuelto a recurrir a la violencia como único método para recuperar el control. Ya solo falta que actores tan significativos como Muqtada al Sader decida apuntarse a un proceso que, hasta ahora, solo está afectando sobre todo a la capital y a las zonas sureñas de mayoría chií. En ese caso, con el recuerdo de su decisión de 2016 de echarle un pulso político al gobierno, movilizando a sus bases para organizar sentadas multitudinarias en la llamada Zona Verde de Bagdad (donde se ubican los principales centros de poder), es inmediato imaginar que la situación puede complicarse mucho más. Por ahora, Al Sader ha decidido suspender la participación de su bloque parlamentario, la coalición Sairoon (54 diputados y uno de los pilares fundamentales en la designación de Mahdi) hasta que el primer ministro no presente un plan realista de reformas.
Por supuesto, no hay soluciones mágicas e inmediatas a una situación que se ha ido deteriorando sin pausa con el paso de los años. Pero a estas alturas parece tanto que el futuro de Mahdi está en el aire, como que la represión policial no va a surtir efecto. Sobre todo, cuando a todo lo anterior se añade una violencia que puede alimentar aún más movilizaciones y un nuevo error como la defenestración el pasado día 27 de uno de los héroes más populares de la escena nacional iraquí, Abdul Wahab al Saadi. Por un lado, Mahdi puede estar viendo en él a un poderoso rival en unas posibles elecciones adelantadas. Por otro, algunos ven detrás de su arrinconamiento la larga mano de Teherán, intentando librase de un líder que hace sombra a los jefes de las Unidades de Movilización Popular que lleva apoyando desde hace tiempo. Pero, en cualquier caso, esa decisión puede volverse muy pronto en contra de sus promotores, cuando se constata que entre los manifestantes comienzan a aparecer carteles con la imagen de Al Saadi, valorándolo como el héroe nacional que derrotó a Daesh desde su puesto como segundo jefe del Servicio Contraterrorista (creado en su día por Washington y con una autonomía que escapa al control del ministerio de Defensa).