En Sudán es tan cotidiano el clima de violencia y la tensión golpista –desde que en octubre de 2021 los principales mandos militares decidieron dar un golpe que abortó el precario proceso de transición puesto en marcha tras el derribo del dictador Omar al Bashir dos años antes– que se corre el riesgo de infravalorar lo sucedido este pasado fin de semana. A la espera de ver hacia dónde se inclina finalmente la balanza, cuando ya supera el centenar el número de fallecidos y el de heridos se cuenta por centenares, lo esencial es entender que lo que se dirime actualmente no es, por desgracia, un duelo entre demócratas y autócratas, civiles y militares, sino más bien un combate personal entre dos líderes armados movidos por intereses crematísticos muy concretos.
Aunque la caída de Al Bashir generó una momentánea esperanza de libertad y reforma, muy pronto resultó evidente que el proceso quedaba subordinado al criterio de las Fuerzas Armadas.
Sin minusvalorar en ningún caso la fuerza movilizadora de una sociedad civil mucho más fuerte de lo que cabría esperar en un país sometido a una férrea dictadura como la que impuso Al Bashir desde 1989, la realidad es que el acuerdo alcanzado en agosto de 2019 para poner en marcha un gobierno de transición siempre estuvo sometido a la autoridad del Consejo Soberano; o, lo que es lo mismo, a la de los militares que se reservaron una presencia mayoritaria en su seno.
Para llegar hasta ahí fue necesario que lograran entenderse personajes tan problemáticos como el general Abdelfatah al Burhan –jefe de las Fuerzas Armadas de Sudán (FAS), protagonista principal del derribo de Al Bashir, líder del golpe de Estado de 2021 y actualmente máximo dirigente del país– y el también general Mohamed Hamdan Dagalo, más conocido como Hemedti –jefe de las ahora declaradas rebeldes Fuerzas de Apoyo Rápido (FAR) y segundo en la cadena de mando del citado Consejo Soberano–. Ambos estuvieron alineados con Al Bashir durante la dictadura, así como implicados en las atrocidades cometidas durante años en Darfur (aunque ninguno ha sido formalmente reclamado por la Corte Penal Internacional, a diferencia del dictador) y ninguno de ellos se distingue precisamente por su ardor democrático.
Aparentemente, el actual estallido de violencia sería el resultado de las desavenencias entre ambos militares en relación a dos temas centrales en la agenda nacional: 1) un posible acuerdo con actores civiles para volver a encarrilar el proceso político, poniendo en marcha un nuevo periodo de transición con un gobierno civil al frente; y 2) el proceso de integración de las FAR en las FAS, poniendo fin a la existencia de una fuerza paramilitar, derivada de las muy violentas milicias yanyauid potenciadas por el propio Al Bashir para reprimir (sin éxito) la revuelta en Darfur, reacia a someterse a la disciplina de Jartum.
Desde el derribo del gobierno encabezado por el primer ministro Abdala Hamdok, Burhan ha tratado de fortalecer su poder, tanto en clave interna como externa, conformando un nuevo gabinete ministerial acomodaticio a sus deseos para poder calmar a su propia opinión pública y para satisfacer en parte las demandas internacionales, intentando escapar así a su imagen de golpista. Para ello ha contado con el apoyo de Egipto –o, mejor dicho, de otro golpista como Abdelfatah al Sisi–, interesado en seguir manteniendo la histórica influencia en su vecino del sur y en sumar fuerzas frente al reto que supone para El Cairo la entrada en funcionamiento de la Gran Presa del Renacimiento que Etiopía está empeñada en sacar adelante. Aun así, ni ha logrado pacificar el país, ni normalizar plenamente las relaciones con su vecino meridional, Sudán del Sur, ni tampoco atraer a una población que sigue sufriendo un grave deterioro de sus condiciones de vida.
Por su parte, Hemedti ha ido potenciando su imagen tanto en términos económicos –es una de las personas más ricas del país– como militares –al frente de unas FAR que, salvo en el ámbito aéreo, compiten en capacidad con las FAS–. A ese punto, que le da un peso político muy significativo, ha llegado fundamentalmente gracias a sus apoyos externos –con Arabia Saudí en posición destacada, pagando generosamente los servicios prestados por sus combatientes en el conflicto de Yemen– como por su control de importantes yacimientos de oro y de redes de contrabando.
Por todo ello, lo que cabe deducir es que no estamos ante una confrontación violenta derivada de diferencias ideológicas irreconciliables ni tampoco ante el resultado de fracturas étnicas o religiosas de calado, sino más bien ante una cruda pelea por el botín. Una pelea en la que ninguno de los dos parece dispuesto a ceder, al menos hasta comprobar lo que sus fieles pueden hacer con las armas en la mano.