El 9 de julio el país más joven del mundo, Sudán del Sur, ha celebrado su primer año de vida. Se sabía de antemano que aquellos asuntos que aún quedaban sin resolver con Sudán serían claves en el arranque del nuevo país. También se presumía que el norte no se lo pondría fácil al sur y que un año sería insuficiente para ver un desarrollo significativo en el país. Y así ha sido. Las fronteras, los flujos de ciudadanos de un lado a otro, el petróleo y las tensiones armadas han marcado estos 12 meses de independencia (véase Carlota García Encina, La nueva ‘República de Sudán del Sur’, ARI nº 20/2011, Real Instituto Elcano).
Las valoraciones sobre esta primera andadura están llenas de críticas contra el gobierno de Salva Kiir. Empezando por la extendida corrupción, por el fracaso a la hora de restaurar la ley y el orden, y por la decisión de interrumpir la producción de petróleo a principios de año, que ha llevado a un peligroso vacío en las arcas del Estado. Pero no hay que olvidar que el país partió de cero, con pobres infraestructuras y con un capital humano muy limitado. Y aunque desde 2005 un gobierno semiautónomo empezó a trabajar en la configuración del nuevo Estado tras la firma de la paz, las instituciones se han mostrado demasiado débiles como para apoyar un crecimiento y un desarrollo económico sostenido.
Lo que quizá ha aflorado con más fuerza ha sido el resquebrajamiento de la unidad de los sursudaneses demostrada durante décadas en su lucha contra Jartum. Son 8 millones distribuidos en cerca de 60 grupos étnicos, cada uno de ellos tratando de maximizar sus propios objetivos y obstaculizando el trabajo del gobierno para alcanzar una integración nacional. Los duros enfrentamientos entre los Nuer y los Murle en el estado de Jonglei en diciembre de 2011, son una buena muestra de ello. Conflictos en los que se esconde la indefinición de los derechos de propiedad y de pastoreo, y los resentimientos pasados. El creciente flujo de armas, muchas de ellas con origen en –o suministrados por– el vecino del norte y China, ha hecho que este tipo de violencia dentro del país se hayan disparado.
La corrupción y los problemas interétnicos han mermado además las escasas inversiones en desarrollo económico, infraestructuras, educación y bienestar. Hay que sumar la austeridad presupuestaria de este año como consecuencia del cese de la producción del petróleo. Una decisión a la que se vio forzada Juba como consecuencia de la guerra económica desatada por Sudán y una de cuyas tácticas fue incrementar los precios para el transporte del petróleo sursudanés por los oleoductos sudaneses. Las pérdidas de estos ingresos han depreciado la moneda, y la creciente inflación podría desembocar en una pérdida de confianza de la población en el país y en su futuro. El gobierno sursudanés necesita urgentemente dinero ahora en anticipo de los beneficios futuros de petróleo, y no es fácil. Ni siquiera los donantes responden como antes, dada la crisis financiera mundial, y están rebajando sus aportaciones.
Tampoco se ha avanzado en la demarcación de la frontera, con un 20% de ella aún por resolver a pesar de que recientemente se han retomado las negociaciones. Abyei, Kordofan del Sur y las regiones del Nilo Azul son las principales áreas conflictivas. Abyei resume todos los problemas que han salpicado al antiguo Sudán durante décadas: una explosiva mezcla de tensiones étnicas, ambiguas fronteras, petróleo y resentimientos pasados. Ahora hay alrededor de 38.000 cascos azules etíopes desplegados en la zona a la espera de que se resuelva su estatus. Kordofan del Sur, estado petrolero de Sudán, siempre ha simpatizado con los rebeldes del sur en su lucha contra el norte. Jartum les ha castigado por ello, forzando en el pasado a miles de ellos a huir hacia el sur y hacia Etiopía. Las luchas se han retomado desde junio de 2011 y se han extendieron al estado del Nilo Azul, que también alberga petróleo y a simpatizantes y milicianos sursudaneses. En ambos casos los enfrentamientos con el gobierno central han provocado miles de desplazados en el último año. En Kordofan está además el yacimiento petrolífero de Heglig, invadido por los sursudanesas en abril de este año. Alegaron defensa propia porque desde allí Sudán atacó su territorio, y poco después se tuvieron que retirar tras presiones internacionales.
El retorno de los cuatro millones de sursudanesas desplazados durante la larga guerra civil tampoco se ha cerrado. Dos millones y medio han vuelto desde 2005, y 360.000 en el último año. Pero el compromiso de dar a los ciudadanos de ambos países la libertad de residencia y libertad de movimiento, y libertad para adquirir y disponer de propiedades en cualquiera de los dos países, no se ha cumplido y está creando numerosos problemas. Sin olvidar los flujos de refugiados del último año como consecuencia de la creciente violencia interna y entre los dos países.
Pero también hay aspectos positivos. Existe una voluntad del presidente sursudanés por diversificar la economía, abriéndose a las manufacturas y a la agricultura (sólo entre el 5% y el 10% de la tierra cultivable se explota), y se han dado pequeños pasos en esa dirección. En segundo lugar, dada la creciente demanda de agua y de infraestructuras relacionadas con ella, el gobierno anunció su intención de unirse a la Iniciativa de la Cuenca del Nilo, que desde hace 10 años trata de alcanzar un reparto de las aguas del Nilo más equitativo, con la oposición de Egipto y Sudán. No hay que olvidar que algunos de los enfrentamientos étnicos has sido por el acceso al agua, no sólo para el uso doméstico sino para la agricultura y la ganadería. En cuanto a la corrupción, este año el presidente Salva Kiir sorprendió al mundo acusando a funcionarios de su propio gobierno de robar al menos 4.000 millones de dólares de las arcas del Estado desde que en 2005 se firmara el acuerdo de paz. Existe una voluntad de acabar con estos abusos y de apostar por la transparencia, aunque no siempre dentro del propio gobierno todos están de acuerdo.
Mientras, el norte también está en una crítica situación, sobre todo después de la independencia. Se han sucedido varias protestas tratando de alguna manera de emular a la “primavera árabe”. Detrás se esconden los efectos de la pérdida de las tres cuartas partes de la producción de petróleo y de las sanciones comerciales de EEUU, la creciente inflación y el descrédito de Omar al-Bashrir, que trata de contener una crisis económica desviando la atención hacia su vecino del sur. Ha sorprendido además que el 2 de julio no hubiera celebración oficial del 23º aniversario del golpe de Estado de Al-Bashir.
De cara al futuro, las expectativas sobre Sudán del Sur no son altas, sino moderadas y realistas. Queda mucho camino por hacer y demasiadas cuestiones por resolver. Pero con el apoyo de los vecinos y de la comunidad internacional hay que seguir creyendo en el futuro de este nuevo país.