El pasado día 15 de diciembre se cumplían en Sudán del Sur cinco años desde el estallido de una guerra interna que ya ha causado al menos unos 400.000 muertos, entre víctimas directas de la violencia y la grave crisis humanitaria que ha provocado, unos cuatro millones de desplazados (dos de ellos en los países vecinos) y que más de la mitad de los 12 millones de habitantes del país más joven del planeta dependan vitalmente de la ayuda humanitaria. Y aunque desde el 12 de septiembre existe un acuerdo de paz, los sursudaneses no acaban de percibir la mejora en sus condiciones de vida y en su seguridad, mientras se suceden graves y diarias violaciones por parte de todos los actores implicados.
A esa precaria paz, firmada en Adís Abeba, se llegó más por el convencimiento de que ninguno de los grupos armados estaba en condiciones de imponerse por la fuerza a sus adversarios que por un deseo íntimo de comprometerse para encontrar una fórmula que permita superar las graves fracturas étnicas que desembocaron en los tiroteos de Juba de diciembre de 2013. Tanto el presidente Salva Kiir como su principal oponente, Riek Machar, han sabido manipular la identidad étnica de dinkas y nuer para dirimir su apetencia de poder, contando con intereses foráneos, como los de Uganda y Sudán, sin olvidar los de potencias como China, principal cliente, junto con Malasia, del petróleo sursudanés.
Y ninguno de esos factores ha desaparecido o ha sido resuelto con la firma de un acuerdo impulsado principalmente por un intermediario tan polémico como el presidente sudanés, Omar al-Bashir. Tras la falta de resultados de la mediación etíope, los facilitadores internacionales –Estados Unidos, Gran Bretaña y Noruega– decidieron inclinarse a favor de al-Bashir, conscientes de que a pesar de su condición de perseguido por la Corte Penal Internacional era quien mejor podía forzar a Machar y a Kiir a regresar a la mesa de negociaciones (tanto directamente en el caso de Machar, como a través del presidente ugandés, Yoweri Museveni, importante aliado de Kiir). Un Bashir que busca de este modo volver a beneficiarse de la venta del petróleo sursudanés (cobrando el peaje correspondiente por permitir su tránsito hacia Port Sudán, única salida existente al mercado internacional), recuperar su relación con Washington (y así salir de la lista de países que apoyan el terrorismo internacional) y crearse una imagen de pacificador que le permita seguir al frente de su país, como lleva haciendo desde 1989.
El acuerdo de septiembre ha permitido a Machar regresar al país, convertido nuevamente en vicepresidente; pero ahora con otros cuatro líderes más en la misma posición, al tener que dejar sitio para dos representantes de grupos de oposición y otros dos para allegados a Kiir. De este modo Kiir logra implicar a sus principales adversarios en la gestión del país, fragmentando así a una oposición que, de otro modo, podría unir fuerzas contra él: mientras que el resto de los opositores que han quedado fuera del acuerdo son absolutamente irrelevantes desde el punto de vista militar (lo cual no quiere decir que los que han firmado el acuerdo tengan el control total de sus combatientes).
En el tiempo transcurrido desde entonces la violencia no ha remitido, sobre todo en los estados de Unity y Ecuatoria. En esa línea, se mantiene la situación de extrema penuria de las personas hacinadas en los campos de refugiados, la violencia sexual contra mujeres, niñas hombres y niños, y el suministro de armas a los combatientes a pesar del embargo de armas (con China y Sudán como sospechosos más habituales de alimentar a los rebeldes de su vecino del Sur). Entretanto, la única buena noticia para el país (lo que no equivale a que lo sea para el conjunto de la población) es que se ha reiniciado la venta de petróleo –Sudan del Sur tiene las terceras mayores reservas de África Subsahariana–, con una producción diaria a final de año estimada en unos 125.000 barriles (todavía muy por debajo de los 245.000 que se registraban cuando estalló el conflicto).
Para salir de la trágica senda en la que se ha sumido el país desde su independencia en julio de 2011 el listado de tareas urgentes a abordar es abrumador. En primer lugar, es necesario conformar un gobierno transitorio realmente funcional. Un gobierno que debe proporcionar bienestar a su población, para lo cual necesita activar la producción petrolífera, dado que el 98% de los ingresos proceden de esta actividad. Al mismo tiempo, debe ser capaz de crear unas fuerzas armadas unificadas, desarmando a los grupos violentos no estatales e integrándolos en dichas fuerzas. Igualmente, debe fijar las fronteras internas entre los estados que forman parte de Sudán del Sur, preparar las elecciones previstas inicialmente para 2022 y elaborar una nueva Constitución más inclusiva. Dejar esa tarea a unos actores que todavía tienen muy fresco el fracaso de intentos anteriores es apostar por un fracaso similar o peor al cosechado en 2016, cuando Machar tuvo que salir de Juba, abriéndose paso a la fuerza hasta República Democrática del Congo. Y no deja de resultar indicativo del desinterés reinante que no exista un enviado especial estadounidense para el país desde 2016 y que ningún otro gobierno haya tomado el relevo para intentar encajar todas las piezas de un rompecabezas tan desestabilizador.