Su nacimiento vino acompañado de oscuros presagios, tanto por romper el básico principio africano de aprender a convivir en las fronteras definidas por la descolonización, como por arrastrar las hipotecas de graves asuntos sin resolver con Jartum y de históricas tensiones internas. Sin embargo, tal vez recordando que solo la imposición colonial británica obligó a vivir juntos desde 1956 a quienes históricamente habían estado separados (y enfrentados), se optó en general por desearle buen viaje, confiando en que el simple paso del tiempo iría encajando pacíficamente todas las piezas del rompecabezas. Ahora, camino del quinto aniversario de la independencia, parece imposible mantener esa ensoñación, ante el desastroso balance acumulado.
En el terreno de la seguridad, Sudán del Sur está volviendo a despilfarrar el esfuerzo impulsado por IGAD (Autoridad Intergubernamental para el Desarrollo) para llegar a la firma del acuerdo que debía entrar en vigor el pasado 29 de agosto. Tras veinte meses de conflicto interno –con el presidente Salva Kiir Mayadit (dinka) y el, hasta julio de 2013, vicepresidente Kier Machar (nuer), como referencias centrales– se contabilizan más de 10.000 muertes violentas y más de 2 millones de desplazados y refugiados (de un total de 11 millones de habitantes). Lo que allí ocurre desde diciembre de ese mismo año es una descarnada lucha por el poder entre los líderes de las dos principales etnias nacionales: los dinka (35% de la población) y los nuer (15%), en una difícil convivencia en la que también cuentan los murle, anyuak, kachipo, jieh y tantos otros. La histórica rivalidad entre Kiir y Machar solo se atemperó coyunturalmente ante la perspectiva que abrió la independencia, pero solo para volver de inmediato a las andadas.
La fractura de las fuerzas armadas entre los dos contendientes alimentó una violencia que ha pasado por alto todos los acuerdos de cese de hostilidades logrados hasta ahora. Una violencia que no solo afecta a los Estados de Unidad, Alto Nilo y Jonglei (el más poblado de los once que conforman Sudán del Sur, con mayoría nuer), sino que también tiene manifestaciones muy claras en las regiones fronterizas con Sudán, se extiende a Darfur, Kordofan Norte y Nilo Azul y se reproduce igualmente en otras zonas sursudanesas (en un perverso juego de ambas capitales utilizando actores armados afines ubicados en territorio contrario para complicar la agenda a su vecino). Frente a esa situación la fuerza internacional establecida por la Resolución 1996/2011 del Consejo de Seguridad –UNMISS (United Nations Mission for South Sudan), con unos teóricos 14.000 efectivos, entre militares y policías (realmente por debajo de los 10.000)– nunca ha logrado cumplir su tarea más allá de algunas localidades en el marco de un proceso al que no se adivina final.
Lo que hoy está a punto de irse a la papelera es no solo un acuerdo para parar las armas, sino también para establecer un gobierno de transición (para los tres años que le restan a Kiir como presidente) –con Machar nuevamente como vicepresidente–, el desarme de todos los grupos armados (incluyendo la retirada de las fuerzas ugandesas que apoyan a Kiir) y la activación de una fuerza internacional (con personal de la ONU y la Unión Africana) encargada de garantizar la seguridad del país. Mientras que Machar había firmado el texto el pasado 17 de agosto, no fue hasta el 26 (bajo fuerte presión de Washington) cuando Kiir decidió imitarlo. En cualquier caso, ya desde el mismo día de su entrada en vigor se han repetido las acusaciones mutuas de incumplimiento, lo que augura un corto recorrido a este nuevo ejercicio negociador.
Y todo ello en mitad de una situación económica inquietante y una crisis humanitaria de proporciones difícilmente manejable. El problema no es solo que más de cuatro millones de personas se encuentren necesitadas de asistencia básica, sino que las perspectivas económicas no permiten imaginar una mejora a corto plazo, mientras la comunidad internacional sigue renuente para cubrir los llamamientos de urgencia que realizan las agencias humanitarias. Cabe recordar que el 97% de los ingresos que obtiene Juba proceden de la venta de petróleo, sobre todo gracias a sus yacimientos en Unidad y Alto Nilo (mientras sigue sin decidirse la suerte de la rica zona petrolífera de Abyei, unos 10.000km2, a caballo de una frontera internacional aún por delimitar). Y que, debido a la corrupción, la violencia y las tensiones sobre el asunto entre ambos países, Juba nunca ha podido realmente extraer los 350.000 barriles diarios que tiene a su alcance (durante más de un año la producción ha estado paralizada, por rechazo de Juba a las draconianas condiciones que exigía Jartum para permitir el tránsito del petróleo por sus oleoductos hasta Port Sudán), limitándose a exportar poco más de 50.000.
En definitiva, ni los actores locales parecen convencidos aún de que la violencia es un instrumento inadecuado para alcanzar sus objetivos (en abierta desconsideración hacia sus propios ciudadanos), ni la comunidad internacional transmite la sensación de que esté dispuesta a atender humanitariamente a las víctimas y presionar suficientemente a los contendientes (¿cómo puede explicarse que solo ahora Washington decida plantear una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU para decretar un embargo de armas?).