Ni estamos en Guerra Fría –para disgusto de los nostálgicos amantes de un mundo en blanco y negro, poblado por buenos y malos prototípicos–, ni se ha materializado el “reset” que proponía Hillary Clinton en su versión de Secretaria de Estado. Los imperativos geopolíticos determinan que, más allá de las lógicas modulaciones que demanda cada momento, las relaciones ruso-estadounidenses están estructuralmente más cercanas a la tensión bronca que a la luna de miel. A fin de cuentas, Estados Unidos es una potencia marítima, necesariamente abierta al exterior desde su ventajosa posición de aislamiento continental; mientras que Rusia es una potencia terrestre, con más problemas para liberarse de la contención que alguien quiera aplicar sobre sus fronteras y con mayor dificultad para hacerse visible en los mares y regiones del planeta. Y ambos tienen una indiscutible vocación hegemónica.
Conscientes de que están condenados a vivir en tensión permanente, pero, al menos desde la entrada en la era nuclear, también sabedores de que un choque frontal sería suicida, se han convertido en consumados maestros en la gestión de sus diferencias (lo que explica, por ejemplo, la larga secuencia de acuerdos en materia nuclear acumulados durante décadas). En el camino no es extraño tampoco que, como ocurre ahora con su interés por eliminar la amenaza de Daesh, encuentren puntos de coincidencia. Pero eso no quita para que continúen aprovechando las debilidades respectivas y las oportunidades que les ofrece un mundo tan convulso como el que nos toca vivir para garantizar mejor la defensa de sus intereses vitales.
Visto así, el viaje de Rex Tillerson a Moscú no debería en principio tener más relevancia que el hecho anecdótico de que se trata del primero que realiza en su condición de Secretario de Estado. En la práctica, sin embargo, basta con recordar que la visita se produce justo tras el bombardeo estadounidense de la base aérea de Shayrat, controlada por el régimen sirio que Moscú apoya directamente, para entender que su significación adquiere un perfil mucho más relevante. Salvo un último e improbable desaire personal, Tillerson se va a encontrar con un Vladimir Putin que, como bien refleja el vigente Concepto Estratégico sancionado con su firma el pasado 1 de diciembre, ha querido dejar claro que no se fía de las intenciones estadounidenses, ni de las de la OTAN.
Como si quisiera alimentar sus recelos, y mientras Tillerson se subía al avión, la Casa Blanca acaba de dar a conocer su aprobación a la entrada de Montenegro en la Alianza, penúltimo paso para oficializar su ingreso (con España como último peldaño de un proceso que comenzó en diciembre de 2015). Un gesto –entendido por Rusia como un paso más hacia la desestabilización de los Balcanes y la profundización del desequilibrio continental europeo–, que se une a las declaraciones del propio Tillerson, insistiendo en que se mantendrán las sanciones a Moscú mientras no deje Crimea.
Todo parece indicar, por tanto, que de momento Putin no ha logrado dividir a Occidente en su intento por bloquear la renovación de las sanciones que pesan sobre su economía desde hace años. Ni le ha servido la baza militar, aunque eso lo ha convertido en interlocutor imprescindible en la resolución de conflictos como el de Siria o Libia, ni tampoco la económica, procurando atraerse a algunos miembros de la OTAN y/o de la Unión Europea para romper el consenso euro-atlántico y garantizar su control sobre Ucrania.
Pero hasta que no se calmen las aguas alteradas por el ataque estadounidense en territorio sirio –que ha llevado a la decisión rusa de tirar a la papelera el acuerdo que sirve a ambos para evitar confrontaciones indeseadas en territorio sirio– y, sobre todo, hasta que no se aclare mínimamente el futuro de Ucrania, cabe suponer que la tensión no hará más que crecer.
Mientras tanto, queda en el aire el incipiente acercamiento apuntado por la administración Trump, que parecía dar a entender su disposición a aceptar que Moscú disfrute nuevamente de una zona de influencia directa –el llamado “near abroad”– en sus vecindades europea y asiática. Si tras la entrada de Trump en la Casa Blanca circuló de inmediato el rumor de una inminente cumbre bilateral (incluso se habló de Reikiavik, como recreación de la que allí mantuvieron Reagan y Gorbachov en 1986) –en la que se concretaría esa idea a cambio de un nuevo acuerdo nuclear–, hoy el tema parece completamente olvidado.
Aun así, ni Washington va a hacer mucho más para evitar el control ruso de una Ucrania que está entre sus intereses vitales más visibles, ni Moscú va a tomar represalias directas como respuesta al ataque estadounidense contra su aliado sirio. Eso significa que lo más probable es que sigamos viendo más sonrisas forzadas para mantener las formas, dejando abierta la puerta al entendimiento en cuestiones puntuales, y alguna lágrima, más o menos sincera, por los afectados por sus tensiones bilaterales.