Si seguimos el guion oficial, las escasísimas noticias sobre Somalia (más allá de figurar como uno de los siete países incluidos en el pernicioso veto migratorio de Trump) nos hablan de un país en transición hacia una nueva etapa política, tras las elecciones del pasado día 8 de febrero. Pero si nos salimos de él, inmediatamente chocamos contra la amarga realidad de una violencia que no cesa, de una corrupción que lo sitúa como el primero de la lista mundial y, a muy corto plazo, de una nueva hambruna.
En realidad, ni siquiera en el plano político cabe ir más allá de una leve esperanza, tantas veces defraudada desde el final del mandato de Mohamed Siad Barre (1991), en la medida en que el país solo ha conocido desde entonces la sucesión de mandatarios incapaces de consolidar su poder y, más aún, de garantizar el bienestar y la seguridad de su población. Es elemental entender que, aunque cumple con los requerimientos formales definidos al efecto, el nombramiento de Mohamed Abdullahi Mohamed (más conocido como Farmaajo) está aún lejos de ser un paso plenamente participativo y democrático. Dado el alto nivel de inseguridad reinante, incluso el acto formal de elección y jura del cargo tuvo que realizarse en un hangar militarizado del aeropuerto de la capital, los 329 parlamentarios designados como electores optaron por este ex primer ministro con doble nacionalidad (somalí y estadounidense), en lugar de revalidar en el puesto a Hassan Sheikh Mohamed o de optar por Sharif Sheikh Ahmed, exlíder de la Unión de Tribunales Islámicos. Farmaajo, convertido ahora en el noveno presidente somalí en sus 57 años de independencia, se hizo con el puesto en segunda vuelta, sin haber logrado la mayoría necesaria (2/3 de los votos), gracias a la retirada del ahora ya expresidente.
En esencia, se ha llegado hasta aquí tras acumular meses de retraso en el plan inicial y sin atreverse a dar el paso de organizar unas elecciones por sufragio universal, que ahora se anuncian para 2020. Y para ello los únicos consultados han sido, en primera instancia, unos 14.000 líderes clánicos y personalidades relevantes, encargados de elegir directamente a 275 diputados y a 54 senadores, que a su vez han optado por Farmaajo como nuevo presidente.
Sobre esta débil base Farmajo debe tratar de enderezar el rumbo de un territorio sumido en la violencia permanente, con Al Shabab como primera referencia. Es cierto que este grupo yihadista no parece ya en condiciones de controlar a corto plazo un territorio propio. En estos últimos tiempos ha sido sometido a un duro castigo, tanto por parte de la Misión de la Unión Africana en Somalia (AMISOM por sus siglas en inglés, con 22.000 efectivos) como por la implicación militar estadounidense (drones armados incluidos). Pero conserva en todo caso una capacidad letal que le permite golpear indistintamente a los efectivos de AMISOM (Uganda ya anunciando la retirada de su contingente a finales de este año), a representantes políticos locales y a la población civil. En suma, supone una amenaza muy directa a un gobierno que hasta ahora apenas ha sido capaz de ejercer sus funciones más allá de Mogadiscio.
Como las desgracias nunca vienen solas, a Farmaajo también se le presenta el reto de responder a la gravísima situación de insuficiencia alimentaria que ya afecta a unos seis millones de somalíes (aproximadamente la mitad de la población). Tras cuatro años de sequía las agencias especializadas de la ONU acaban de dibujar un panorama altamente inquietante, con más del 70% del ganado muerto, un 75% de caída en la producción de cereales, unos precios de los alimentos básicos por las nubes y unas malas previsiones meteorológicas para los próximos meses. Los niveles regionales de malnutrición son los más altos de las últimas décadas, afectando no solo a Somalia sino también a Sudán del Sur y Yemen, con unos 70 millones de personas necesitadas de ayuda alimentaria urgente y una hambruna en el horizonte inmediato. Para atender las necesidades más imperiosas a corto plazo la Oficina de de Coordinación de Asunto Humanitarios (OCHA, por sus siglas en inglés) demanda la rápida movilización de 300 millones de dólares.
Si algo queda aún de memoria y de huella humanitaria en la comunidad internacional se podría esperar una respuesta inmediata para impedir que se repita lo que ocurrió en 2011, cuando unas 260.000 personas fallecieron por hambre en Somalia, ante la falta de respuesta a las llamadas efectuadas con meses de antelación. Es un hecho que cada día que pasa contamos con mejores medios para describir lo que ocurre a nuestro alrededor, y para efectuar diagnósticos y previsiones también muy precisos. A eso le llamamos alerta temprana. Lo que parece que sigue faltando es voluntad política para activar una acción temprana, sin la cual lo que sabemos y esperamos pasivamente solo sirve para avergonzarnos de nuestra condición de seres humanos.