La UE –sus instituciones y sus Estados miembros– ha apoyado al Gobierno español en su pulso frente a los independentistas de Cataluña. Lo ha hecho, entre otras razones, en defensa de sus propios intereses, que no pasan por escisiones de territorios y mucho menos en quebranto de la ley existente y reconocida. Pero en esta montaña rusa del caso catalán, la UE anda inquieta. A pesar de ello, ahora, la UE puede demostrar su solidaridad con una Cataluña plenamente integrada en España y en Europa. Tiene una ocasión el 20 de noviembre cuando su Consejo decida a qué ciudad trasladar desde Londres tras el Brexit la Agencia Europea del Medicamento (EMA en sus siglas en inglés), para la que Barcelona se postula con uno de los proyectos más sólidos, si bien mermado por la cuestión de la independencia.
Mostrar solidaridad, con y por España y Cataluña, no implica pasar por delante de otros proyectos que concursan con fuerza. Son 19 las ciudades que compiten, aunque las que más pesan, además de Barcelona, son Ámsterdam y Copenhague, seguidas de Milán y Lille. España ha presentado un proyecto sólido en la Torre Glòries (antigua Torre de Aguas de Barcelona) en una ciudad atractiva en muchos sentidos, con una sólida base científica e industrial del sector, y bien comunicada. Las negociaciones parecieron situarse en una burbuja ajena a la cuestión de la independencia, con una colaboración ejemplar entre el Gobierno de España, el de la Generalitat catalana y el Ayuntamiento de Barcelona. Pero la situación reinante desaconsejó una presentación pública y esperadamente espectacular del proyecto.
Como decimos, la UE ante este reto independentista, y trabajada por la diplomacia española, ha mostrado solidaridad con España, con el Estado español, especialmente por parte de los presidentes de tres instituciones –la Comisión, el Consejo y el Parlamento europeos– pero también en defensa de sus propios intereses. Esta solidaridad –apoyo al Estado y al Gobierno español, no reconocimiento de la Declaración Unilateral de Independencia– es algo que el independentismo nunca entendió ni calibró. La UE no tiene ni quiere tener las herramientas para inmiscuirse en una crisis como esta, salvo las declarativas y el no reconocimiento por sus instituciones y Estados.
La UE respeta los ordenamientos nacionales, salvo (como está ocurriendo en Hungría y Polonia) que violen el Estado de Derecho y la democracia, tal como se entienden en la propia Unión y sus tratados. Y la aplicación del 155 es vista dentro de este respeto, más aún cuando el presidente del Gobierno decidió convocar elecciones autonómicas en Cataluña, en el primer plazo posible. A la UE le gustan la ley, los votos y la no violencia. De ahí que el presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, dijera tras la Declaración Unilateral de Independencia que “para la UE nada cambia. España sigue siendo nuestro único interlocutor. Espero que el Gobierno español favorezca la fuerza del argumento, no el argumento de la fuerza”. Las imágenes de la violencia policial del 1 de octubre han pesado y los encarcelamientos incomodan. Pero la defensa frente al ataque a la integridad territorial y la ilegalidad priman. La UE sigue preocupada. Berlín pide reconciliación.
Naturalmente, está también la cuestión de los precedentes para otras reivindicaciones de este tipo, y la perspectiva que, por ejemplo, rechaza abiertamente el presidente de la Comisión Jean-Claude Juncker, de una Unión plagada de Estados pequeños o enanos, previsiblemente con el dominio absoluto de dos grandes: Francia, si acaso, y Alemania.
Hay un debate, más bien académico pero también político, sobre si la integración europea favorece estas escisiones o las previene. Más allá, se puede considerar que, al pasar cada vez más competencias a Europa, los Estados se vacían de contenido, llevando a las regiones a reclamar un trato directo con Bruselas. Esta moneda tiene otra cara: como escribiera Alan S. Milward en los 90, la integración europea ha salvado a los Estados nación de la desintegración hacia abajo (regiones) y hacia los lados (globalización). Y en los últimos tiempos más, cuando esta integración avanza por la vía intergubernamental, en la que los Estados miembros –Estado miembro de la UE es una característica casi más importante que la de Estado nación– se sitúan en el eje de esta construcción. Jaume Ventura et al. ven que la citada fragmentación es producto de la globalización y de la aparición de este tipo de organizaciones internacionales. Ya hace años, el economista Robert Barro teorizó sobre las ventajas económicas de los Estados pequeños.
Incluso hay cierta reticencia en la UE –pero poco puede hacer al respecto– a una excesiva regionalización de sus miembros por cómo incide en su propio funcionamiento. Así, la sexta reforma constitucional belga dio aún más poderes a sus entidades o regiones federadas, lo que llevó a una de ellas a paralizar durante semanas el acuerdo de la UE con Canadá.
En el caso catalán –es una diferencia importante, además de la constitucional, con Escocia o el Brexit– se trata de un territorio con importancia económica plenamente integrado en la Unión Monetaria. La independencia rupturista hubiera implicado la salida automática de esa Cataluña independiente de la UE y de la Unión Monetaria, lo que hubiera generado una tormenta en la Eurozona, a la que nadie, salvo, con inconsciencia, los independentistas catalanes, estaba dispuesto. El impacto del caso en la economía del conjunto de España también preocupa. Sí, la Unión sigue inquieta con nuestro tema, pues es también el suyo.