En la Conferencia de Seguridad de Munich de enero de 2014, todos los intervinientes alemanes, desde el Presidente federal, Joachim Gauck, a los ministros de Exteriores y Defensa, Frank-Walter Steinmeier y Ursula von Der Leyden, reiteraron el mensaje de que la resistencia alemana a enviar soldados al extranjero había llegado a su fin. Sea por superar la mala conciencia de Libia o por congraciarse por Francia, parece que pronto podrían verse “botas” alemanas sobre territorio africano, que es por donde se multiplican las misiones europeas (o francesas según se mire).
No es la primera vez que soldados alemanes combaten en África. Lo hicieron en la Primera Guerra Mundial, y con éxito. Javier Reverte, en su libro Sueños de África, relata la épica lucha del Comandante de la Schutztruppe, el prusiano Paul von Lettow-Vorbeck, al frente de 218 efectivos alemanes y 2.542 indígenas –los askaris– contra las tropas coloniales británicas sin perder ningún combate. Cuenta como a su muerte, en 1964, el Parlamento alemán aprobó el pago de los salarios atrasados a los askaris – y a los funcionarios enviados a Mwanza, Tanzania, les bastó vocear unas órdenes en alemán para identificar a los titulares de las nóminas. En la Segunda Guerra Mundial, otro icono militar alemán, Erwin Rommel, arrinconó al ejército británico con su Africa Korps hasta que falto de apoyo logístico y en inferioridad numérica se tuvo que retirar ordenadamente del norte de África.
Desde entonces, Alemania ha sido renuente a enviar sus soldados de nuevo a África en misiones de combate, no así en misiones de observación o instrucción. Tanto por el tabú de revivir los fantasmas coloniales y expansionistas del pasado, como por la oposición social y política a las intervenciones militares en general, o por la existencia hasta hace poco de un servicio militar obligatorio, los ministros de defensa, desde Volker Ruhe en 1994 a Thomas de Maziere hasta el año pasado, se han negado a implicarse en operaciones militares en tierra africana. Ahora parece que todo está a punto de cambiar y que se podrían ver pronto soldados africanos en Malí o en la República Centroafricana.
Podría ser así…o no, porque hay cosas que no se pueden cambiar con declaraciones oficiales. La cultura estratégica de la población y de los dirigentes de Alemania es contraria al uso de la fuerza, algo que pesa en el Parlamento alemán, que debe aprobar las intervenciones, y en la lógica de la Canciller, que debe ordenarlas (todos han visto recientemente cómo la mayoría en la calle les llevaba la contraria en relación con la misión de Afganistán). Si la misión es de naturaleza humanitaria o el riesgo de usar la fuerza es limitado, es posible que la autorización previa se tramite sin mayor problema. Pero el problema de las intervenciones es que algunas que comienzan como humanitarias acaban degenerando en operaciones de combate, incluso cuando están autorizadas por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas (desde marzo de 2013, la misión de MONUSCO en la República Democrática del Congo es la de acabar con los rebeldes por la fuerza). Dado que la decisión política de ahora parece ir contra la corriente de la cultura estratégica alemana de siempre, será importante ver con qué argumentos y reservas se supera esa contradicción. Los alemanes siempre han sido serios y es difícil que recurran a la ingeniería semántica -como otros- para hacer pasar por humanitarias misiones que son de guerra. Seguramente articularán su participación en alguna unidad multinacional europea y condicionarán su participación con cautelas, pero eso no librará a los valedores del intervencionismo liberal del escrutinio social y político y su futuro político, y el de la presencia militar alemana en África depende de los resultados sobre el terreno. Lo difícil no es enviar soldados alemanes a África por primera vez en muchos años, sino emular las actuaciones de sus antecesores y evitar que la sociedad alemana se resista a enviarlos de nuevo en el futuro.