La seguridad en Yemen se ha ido degradando desde que, en octubre de 2010, el Presidente Ali Abdulah Saleh rompió el diálogo con las fuerzas de la oposición. En febrero de 2011 arreciaron las movilizaciones y aunque el Presidente Saleh anunció que no prorrogaría su mandato, la oposición solicitó su dimisión en sintonía con las demandas de Túnez y Egipto. El Gobierno permitió las manifestaciones pero los enfrentamientos entre partidarios y opositores desbordaron a las fuerzas de seguridad que recurrieron a la mano dura. No hay datos fiables sobre el número total de víctimas de estos 10 meses pero podría estar en torno a varios centenares (sólo a finales de mayo se registraron unos 50 muertos en la ciudad de Taiz según fuentes de Naciones Unidas y una cifra similar durante las manifestaciones del 18-19 de septiembre en la capital Saná). A las anteriores se unen las debidas a los enfrentamientos armados de las fuerzas gubernamentales contra las tribus opositoras en los alrededores de la capital, contra los secesionistas del norte y del sur y contra los combatientes de al-Qaeda en la provincia sureña de Abiyán, unos enfrentamientos en los que participan medios aéreos estadounidenses. Sin superar los problemas de la unificación entre el norte y el sur de Yemen en 1990 ni la guerra civil de 1994, la estabilidad se sostiene en un frágil equilibrio político contra el que atentan los problemas estructurales y los enfrentamientos sectarios.
La inseguridad es estructural, permanezca o cambie el régimen, porque Yemen arrastra problemas profundos como la división política, la pobreza, la corrupción o la presión demográfica, entre muchos otros, que le colocan en riesgo de ser un Estado fallido (ocupa el 15 lugar entre los 60 de más riesgo según el Índice de 2010 de Foreign Policy) y que no han mejorado durante los 33 años bajo el mandato del Presidente Saleh que ahora se acaban. Éste se las arregló en el pasado para articular con la ayuda de su partido: el Congreso General Popular, un sistema clientelar y comprar las voluntades de las tribus que le apoyan o las que se le oponen (incluida la de los al-Ahmar a pesar de la rivalidad personal con el jeque Sadeq) y seguir presentándose como un freno a la expansión de al-Qaeda en la Península Arábiga (por lo que no está interesada en su desaparición) o del secesionismo chiíta al sur de la frontera saudí (a cambio de ayudas en petróleo o fondos de los países del Golfo). Ahora ha entregado la presidencia pero se ha asegurado su inmunidad judicial y reservar una cuota de poder para sus colaboradores.
El Presidente Saleh ha contado con la lealtad de una parte importante de la sociedad yemení, y sólo tras los enfrentamientos de 2011 le abandonaron un número significativo de miembros del Gobierno, la administración, el partido y grupos tribales, sociales y religiosos que no fueron capaces de derribarle ni por la fuerza ni por las movilizaciones. El primer enfrentamiento entre opositores y leales de las fuerzas armadas se produjo el 21 de marzo de 2011 cuando se enfrentaron en Saná fuerzas leales de la Guardia Republicana, y dirigidas por su hijo Alí, con sectores disidentes de las fuerzas armadas bajo el mando del general Ali Mohsen al-Ahmar (el general pertenece a la poderosa tribu de los al-Ahmar y se aprovecha de la situación para intentar suceder en el poder al Presidente Saleh, que es su hermanastro, tras perder su favor). Desde entonces se produjeron enfrentamientos para controlar los accesos a la ciudad, el aeropuerto y las bases militares que las rodean pero las fuerzas armadas leales se las han arreglado para contener las acciones de las fuerzas rebeldes.
El secesionismo del norte se sostiene por los rebeldes huthis (chiítas de la secta zaidí) con el apoyo del partido islamista Islah (una confederación de tribus y Hermanos Musulmanes) que se han aprovechado del vacío de poder para controlar las provincias de Saada y al-Jawf al norte de Yemen. En los últimos meses el Gobierno yemení dejo de combatirles para evitar que se unieran a las fuerzas rebeldes con lo que se han acercado al litoral del Mar Rojo desde el que podrían aprovisionarse de armas y voluntarios para proyectar inestabilidad tanto al norte de Yemen como al sur de Arabia Saudita.
El secesionismo del sur sigue siendo un problema agravado por la guerra civil y el régimen yemení se enfrenta a la movilización política del Movimiento del Sur (Hiraak al-Janoubi) que intentan consolidar apoyándose en sus milicias (Hatam) y colaborando con algunas tribus locales (en junio de 2011 ocuparon la provincia de Lahj). También al sur, la presencia yihadista de al-Qaeda en la Península Arábiga (AQAP) y sus milicias (Ansar Sharia) se ha ido asentando debido a la debilidad del gobierno, que sólo puede llevar a cabo acciones puntuales contando con la colaboración –intermitente- de algunas tribus locales que no desean verse desalojadas por las milicias yihadistas que controlan amplias zonas del sur y esporádicamente algunas ciudades importantes (el Ministro de Defensa, Mohamed Naser Alí, fue objeto de un atentado suicida el 27 de septiembre en Adén mientras supervisaba las operaciones militares contra al-Qaeda).
El Consejo de Cooperación del Golfo, junto con otros actores como Estados Unidos o Arabia Saudita, ha tratado de llegar en varias ocasiones a mediar un acuerdo como el del pasado 23 de noviembre de 2011, que deja el poder en manos del Vicepresidente Mansour-Hadi. No será fácil que el Presidente se resigne a queda en segundo plano hasta las elecciones que tendrán lugar en tres meses –de hecho, acaba de conceder un indulto a “quienes hayan cometido errores” en el pasado reciente, lo que no entraba en los términos del acuerdo. Pese al acuerdo de mediación –un acuerdo que se cuestiona en las manifestaciones por la impunidad y continuidad que permiten al régimen- y a la incorporación del líder de la oposición, Mohammed Basindwa, como primer ministro interino, parece difícil que las elecciones zanjen el enfrentamiento sectario que ha dividido al país entre grupos opositores y leales y que explica la permanencia del Presidente Saleh en el poder a pesar de las movilizaciones, la presencia internacional e, incluso, su ausencia de varios meses del Gobierno para recuperarse de las heridas que sufrió en el palacio presidencial.
Arabia Saudita y Estados Unidos respaldaron inicialmente al Presidente Saleh y le pidieron que introdujera reformas para desactivar la escalada de enfrentamientos. Para ambos el mayor riesgo no era el de un cambio de régimen sino el de una desestabilización prolongada que consolidara la insurgencia secesionista o el terrorismo yihadista. EE.UU. ha proporcionado equipo y asistencia militar para luchar contra el terrorismo (150 millones de dólares en 2010) pero no ha obtenido la colaboración decidida que buscaba del Presidente Saleh quien ha contemporizado con la actividad yihadista en su territorio sabiendo que mientras exista AQAP contaría con el apoyo de EEUU. La salida de Saleh puede suponer la desmovilización de los mandos y unidades de las fuerzas de seguridad que le eran leales y a las que entrenaba EE.UU., por lo que acelera la construcción de su base militar para poder actuar contra al-Qaeda desde ella sin depender del apoyo yemení actuando mediante aviones no tripulados como el causó la muerte del dirigente El Aulaki de nacionalidad estadounidense el 30 de septiembre de 2011. Por su parte, Arabia Saudita comparte la preocupación por al-Qaeda pero también está preocupada por el riesgo de que las reivindicaciones de los huthis yemeníes interactúen con las de las comunidades ismaelita (en 2009 se desplegaron fuerzas saudíes en la provincia de Saada) y chiíta dentro del territorio saudita (en plena ebullición por la crisis de Bahrein). La necesidad de atender a los conflictos externos redujo la colaboración que esperaban Ryad y Washington del Gobierno yemení saliente para luchar contra yihadistas y secesionistas y contener la influencia iraní en la zona pero está por ver si un nuevo Gobierno satisfará mejor sus expectativas. En resumen, y en contra de lo que parece ser el fin de un problema (la renuncia del Presidente Saleh) la situación sigue siendo una mezcla explosiva de sectarismo político y tribal para acceder al poder, de guerra civil en algunas provincias del norte y del sur, así como de lucha contraterrorista contra AQAP y un escenario de enfrentamiento entre Irán y Arabia Saudita. Lo que hace temer que lo peor para un futuro gobierno de unidad nacional en Yemen no sea cualquier tiempo pasado, sino el que está por venir.