La creciente polarización social, vinculada a la distancia ideológica y emocional entre grupos, se ha convertido en un fenómeno característico de las sociedades democráticas occidentales. La polarización no conduce necesariamente a la violencia: puede fomentar el activismo positivo, el fortalecimiento del tejido social y la participación ciudadana en la política. Lo que es problemático es que las opiniones individuales se transformen en una identidad, dividiendo la sociedad en dos bandos hostiles: al que uno pertenece y el “adversario”. Cuando esto ocurre, los grupos sociales perciben como inaceptables y peligrosas las consecuencias de que se tome una decisión contraria a sus preferencias ideológicas, lo cual es un rasgo distintivo de la llamada polarización tóxica. Además de tener importantes implicaciones para la salud democrática de un país y su cohesión social, este fenómeno puede afectar a la seguridad. Pero ¿qué relación tiene la polarización tóxica con el extremismo violento?
Un monstruo con tres cabezas: desinformación, polarización tóxica y extremismo violento
En el contexto actual de posverdad, las teorías de conspiración, los bulos y los discursos de odio proliferan en redes sociales, promovidos por líderes de opinión y agitadores radicales. Estas plataformas, por una parte, tienen un gran poder de difusión de los mensajes; y por otra, cuentan con soluciones algorítmicas que generan las llamadas “cámaras de eco”, en las que individuos afines ideológicamente convergen y se retroalimentan. Estas características de las redes sociales favorecen la normalización de narrativas extremistas o conspiranoicas vinculadas a temáticas como el género, el medio ambiente, la identidad, o minorías religiosas, raciales o sexuales. Al llegar a un público extenso y diverso, dichas narrativas radicales van permeando en el discurso mainstream, acentuando la hostilidad y el conflicto entre grupos sociales. Se crea un círculo vicioso: la desinformación promueve la polarización tóxica; y una sociedad polarizada es terreno fértil para la desinformación. En este contexto, se genera un ambiente que permite a figuras influyentes, como cargos públicos o líderes de opinión, demonizar y deshumanizar a minorías o grupos con convicciones diferentes. Estos discursos, amplificados por las redes sociales, banalizan la violencia y crean una ilusión de impunidad frente a agresiones verbales o físicas.
Para entender de qué manera se relaciona lo anterior con el extremismo violento, es necesario señalar que extremistas y promotores de teorías de conspiración comparten tres elementos en sus narrativas: una comunidad amenazada existencialmente, a la que pertenecen; un grupo exógeno homogéneo, que es la fuente de dicha amenaza; y la urgencia de actuar para evitar un desenlace catastrófico para la comunidad amenazada. Un claro ejemplo de esto es la teoría de la conspiración de El Gran Reemplazo, que alerta de la desaparición de la raza blanca en Europa y Estados Unidos (EEUU) debido a, por una parte, la llegada masiva de inmigrantes africanos y árabes; y, por otra parte, al declive poblacional en occidente por culpa del feminismo y del movimiento LGBTIQ+. Este relato es la base ideológica del ecosistema de la nueva “derecha alternativa” (o alt-right, como se conoce en inglés), que constituye una reinvención del supremacismo blanco. De esta manera, las teorías de la conspiración son una herramienta narrativa necesaria, aunque no una condición suficiente, para la aparición de manifestaciones extremistas violentas.
De esto se deduce que tiene que confluir la normalización de narrativas conspiranoicas con otros factores para que haya individuos que den el salto a la violencia. La concatenación de crisis en años recientes (de índole sanitaria, económica, climática y social) ha acentuado la vulnerabilidad de individuos que ya no encuentran un propósito en un mundo globalizado y cambiante. Esta vulnerabilidad, en un contexto de altos niveles de polarización tóxica, propicia que un grupo o una persona agresiva canalice sus impulsos violentos en favor de una “causa mayor” que le proporcione una identidad, un sentimiento de reconocimiento social y de pertenencia a una comunidad (aunque ésta sea virtual).
A su vez, actos o retóricas violentas pueden provocar una reacción del grupo agraviado, generando una dinámica de escalada en la que diferentes formas de extremismo (yihadismo y extrema derecha, o ésta y la extrema izquierda) interactúan y se retroalimentan, perpetuándose la confrontación. El fenómeno del “extremismo acumulativo”, por el que las narrativas o actos violentos de un grupo alimentan los del grupo contrario, puede hacer de catalizador en procesos de radicalización violenta, sobre todo si figuras políticas, líderes de opinión y medios de comunicación no mantienen una postura serena, matizada y cívica. Por ejemplo, en 2020 en un contexto marcado por las elecciones presidenciales, el auge del movimiento Black Lives Matter y la pandemia sanitaria, el 58% de los eventos violentos ocurridos en EEUU fueron perpetrados por activistas de extrema derecha o antigubernamentales. Un año más tarde, sin embargo, fueron extremistas de izquierda y ecologistas los que protagonizaron el 73% de los ataques, los cuales se materializaron de manera reactiva al incremento de incidentes cometidos por actores de extrema derecha, incluido el asalto al Capitolio del 6 de enero.
La espiral de polarización tóxica, que constituye el caldo de cultivo para la violencia, es difícil de romper. Sin embargo, existe una pluralidad de actores con capacidad de desempeñar un papel positivo en la mitigación de las consecuencias nocivas del fenómeno, abriéndose un abanico de posibles respuestas. En primer lugar, cargos públicos, grupos políticos o medios de comunicación tradicionales deben abstenerse de emplear (o capitalizar) narrativas de la conspiración, discursos de odio o de política identitaria, así sea mediante políticas sancionadoras. Por su papel crucial en la normalización de narrativas radicales, es también importante favorecer la cooperación público-privada con plataformas de redes sociales en pos de la transparencia de sus algoritmos, y en tareas relativas a la moderación de contenido. Para maximizar el efecto de estos esfuerzos, son igualmente necesarias medidas dirigidas a la población en su conjunto para fomentar la asertividad en el consumo de la información por parte de la ciudadanía, como los programas de alfabetización digital.
Existen múltiples dimensiones por explorar en cuanto a los efectos de la polarización tóxica en las sociedades democráticas occidentales. Lo que parece claro, en vista de su posible potencial nocivo para la cohesión social y eventual derivada de violencia, es que es necesario formar un frente común para mitigar sus consecuencias.