El 3 de agosto de 2011 el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas acordó emitir una declaración presidencial –no una resolución vinculante- condenando la pérdida de centenares de vidas humanas en Siria y la generalizada violación de derechos humanos por parte de las autoridades sirias. La dificultad para acordar una mera declaración seis meses después de que empezaran las protestas en Siria refleja la complejidad de la situación y la dificultad para encontrar salidas a la misma.
En primer lugar, es difícil saber qué está pasando realmente sobre el terreno cuando no se dispone en él de observadores ni periodistas imparciales. Si se acepta ese principio, se deberán poner en cuestión tanto la valoración oficial de la situación como la que se recoge en los medios de comunicación y agencias internacionales, ya que en ambas se mezclan la verdad y la propaganda. La primera hace una narración que atribuye la violencia a la actuación de infiltrados terroristas, milicias islamistas o mercenarios extranjeros al servicio de una conspiración externa contra el régimen sirio. Mientras, se prodigan en mostrar imágenes de los entierros de miembros de las fuerzas de seguridad ignorando el empleo indiscriminado de las armas de fuego contra la población, las detenciones arbitrarias y las desapariciones posteriores (violaciones de derechos humanos que sí les atribuye la declaración). La narración de la segunda describe unos ataques masivos de las fuerzas armadas contra la población, empleando indiscriminadamente tanques y armas pesadas, al tiempo que atribuyen las víctimas de los entierros oficiales a ejecuciones sumarias de los soldados o policías que se niegan a reprimir las revueltas. Al no atribuir la responsabilidad, exclusiva o mayoritaria al menos, de las víctimas al Gobierno sirio, la declaración parece equiparar la responsabilidad de “ambas partes” cuando la represión armada del régimen supera con creces a las de cualquier actuación de la otra parte –hasta ahora aislada- contra sus fuerzas armadas y de seguridad.
En segundo lugar, la declaración se abona al voluntarismo de la comunidad internacional respecto a una solución política e interna, ampliando el crédito de tiempo al régimen sirio para que ponga en marcha los cambios prometidos. No lo hará. No lo hará porque esos cambios se ofrecieron cuando Bashar al-Assad llegó al poder en 2000, mucho antes de que la “primavera” de 2010 llegara al mundo árabe. Sus reformas de primavera encallaron en el invierno de un partido, una élite y unas fuerzas de seguridad que se resistían a compartir el monopolio del poder y perder sus privilegios. La sociedad civil tampoco le exigió su cumplimiento porque todavía planea sobre la conciencia colectiva el dolor de los enfrentamientos internos de décadas anteriores y porque junto a los seguidores ideológicos del régimen, existía una mayoría silenciosa dispuesta a cambiar libertad por seguridad.
Debido a lo anterior, la “primavera” de 2010 sorprendió al régimen sirio en una posición confortable para gestionar la crisis, pero ha sido precisamente la mala gestión de la crisis, -especialmente la de su dimensión de seguridad- la que ha hecho perder apoyos internos y externos al régimen y colocarse en el callejón sin salida en que se encuentra. El tiempo de las reformas ha pasado y ahora lo que la población –y gran parte de la mayoría silenciosa- piden es que cambie el régimen. El Presidente al-Assad ha perdido su legitimidad tanto al no acometer las prometidas, sea por incapacidad o falta de voluntad, como al no condenar sin paliativos los excesos de las fuerzas de seguridad. Por mucho que la comunidad internacional siga diferenciando entre el Presidente y el régimen y confiando en que aquel se vuelva a hacer con el control de la situación, lo cierto es que al no distanciarse a tiempo de los apoyos del viejo régimen ha unido su suerte a la de éste, por lo que a ambos no les queda más que esperar a que acabe la caída libre en la que ha entrado el régimen.
Desafortunadamente, la caída es libre pero no acelerada porque el régimen cuenta con muchos valedores internos y externos. De la supervivencia del régimen dependen las élites políticas, económicas, militares y sociales que han sustentado al partido y que se han beneficiado de su sistema clientelar. El cambio de régimen provocará muchos perdedores y estos se resisten a cualquier cambio. Menos convencidos están los que desde dentro o desde fuera prefieren que se mantenga la mala situación –pero conocida- que aventurarse a un cambio antes de contar con una alternativa. Esto explica la contención de los miembros del Consejo de Seguridad porque una resolución contundente les llevaría a escenarios de guerra civil interna o de desestabilización regional que no desean. Por eso, los gobiernos occidentales y árabes, siguen aplicando una vara de medir distinta a la de Libia y se esfuerzan en evitar que sus buenos deseos respecto a la población civil les lleven a compromisos de intervención que no desean.
Sin intervención exterior ni rebelión armada interior, la situación actual se prolongará en el tiempo mientras el régimen cuente con apoyo social y recursos económicos para sostenerlo. El apoyo social radicalizará los enfrentamientos entre las partes hasta que la mayoría silenciosa se distancie visiblemente o se pase a incrementar las manifestaciones cuya progresiva generalización, pluralidad y coordinación representa el mayor peligro para el régimen. Las fuerzas de seguridad continuarán apoyando al régimen mientras perciban que en ello les va su futuro o mientras éste pueda seguir compensándoles económicamente su entrega, pero más pronto que tarde tendrán que elegir entre luchar por el futuro del régimen o luchar por el futuro de la comunidad alaüita o familiar a la que pertenecen. Será ese el momento cuando las deserciones masivas señalen el cambio de régimen. Un momento al que las “enérgicas” medidas de embargo y condena de la comunidad internacional no han ayudado mucho y que sigue dependiendo de los propios sirios.