En plena competencia de grandes potencias en el mundo, o quizá justamente por ello, la “soberanía europea” se ha convertido en el nuevo lema o la nueva aspiración de algunos líderes importantes en la UE, desde la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, al presidente francés, Emmanuel Macron. O vuelve a serlo, en unas circunstancias muy distintas de hace años, cuando el soberanismo se ha reforzado de la mano de EEUU, China, la India o Rusia, entre otros, y la UE es menos tras el Brexit. Construcción basada en leyes donde las haya y multilateralista, la UE vive mal la crisis del derecho internacional y del multilateralismo derivada de ese soberanismo. En la UE se habla de “soberanía estratégica” (esencialmente, militar), y de “soberanía tecnológica”, cuando el dominio tecnológico ha entrado en las dinámicas y el lenguaje de la geopolítica.
Un ejemplo de falta de soberanía es el acuerdo nuclear con Irán. Los europeos, que eran parte y lo impulsaron, lo intentaron salvar ante su denuncia por la Administración Trump, pero al final se están teniendo que plegar a EEUU. ¿Acabará pasando algo equivalente con la prohibición estadounidense de Huawei en el 5G?
La Comisión Europea presentó el pasado 19 de febrero tres propuestas de calado: una comunicación sobre el futuro digital de la UE; un libro blanco sobre Inteligencia Artificial; y una Estrategia Europea de Datos. Ante ellas, Andrea Renda, del CEPS, proclamó el Digital Independence Day, el día de la independencia digital europea. ¿Realmente? Paralelamente, la Comisión propone 20.000 millones de euros anuales para la Inteligencia Artificial europea. Aunque tenga efecto multiplicador, por comparar, sólo Google (Alphabet) se gasta más al año en su I+D.
Europa, pese a lo que gasta –porque gasta poco y mal–, está en una situación de dependencia militar de EEUU, y de colonialismo digital en cuanto a empresas digitales estadounidenses (y cada vez más, chinas). Soberanía también significa el peso internacional de las empresas de un país. Lo que no quiere decir que el gobierno controle esas empresas. A menudo es casi lo contrario (muy propio del colonialismo, a diferencia del imperialismo). Washington no controla a Apple, Google o Amazon, aunque el Partido Comunista Chino sí lo hace con las empresas chinas. De las 10 mayores primeras empresas del mundo, según Forbes, ninguna es europea (la primera, el Grupo Volskwagen llega en el puesto 18). Aprender a hablar el “lenguaje del poder” y de la geopolítica también implica para la UE lograr capacidades no sólo militares. Una de estas capacidades sería que, para el final del mandato de la actual Comisión Europea, hubiera al menos dos empresas europeas entre esas 10, aun a sabiendas de que no va a haber ningún buscador o empresa europeos comparable a Google/Alphabet. Es necesario inventar otras cosas y de eso van las propuestas de la Comisión de mirar no sólo al mañana sino, sobre todo, al pasado mañana. En 2000, cuando aprobó la fallida estrategia de Lisboa, la UE se planteó convertirse en “la economía del conocimiento más competitiva y dinámica en el mundo” en 10 años. Veinte años después, el objetivo más limitado es llegar a ser “un líder mundial en innovación en la economía de los datos y sus aplicaciones”.
Soberanía europea es para Macron la “capacidad de actuar” de forma independiente. Una cierta “libertad de acción” –freedom of action– en Europa. También implica libertad de no verse arrastrada por decisiones de otros –freedom from action–, como en su día (2003) ocurrió con la invasión de Irak, o puede ocurrir con la política hacia China. O de verse sometida frente a países terceros a sanciones extraterritoriales por parte de EEUU. Pero eso se llama más bien “autonomía”, y era el término que se usaba antes de la entrada en boga de la soberanía.
La soberanía europea tiene una dimensión interna. Mark Leonard y Jeremy Shapiro, del European Council on Foreign Relations (ECFR), reconocen que “soberanía europea” es un “término problemático” por parecer que se le quita a las capitales para recrearla en Bruselas o Frankfurt, como ha ocurrido con el euro, con el que se ha recuperado soberanía en detrimento de una sólo aparente soberanía nacional. La Comisión, en sus citadas comunicaciones, menciona sin embargo el peligro de “fragmentación” entre Estados miembros. Para superarla apoya acciones conjuntas concretas para una “cooperación más estrecha y eficiente entre los Estados miembros” en ámbitos clave, y propone un nuevo sistema de gobernanza como un “marco de cooperación de las autoridades nacionales competentes” para la Inteligencia Artificial.
Hacia adentro, esta integración no es, o no era, una disolución de la soberanía, sino una soberanía compartida que debe acabar suponiendo más soberanía colectiva y su recuperación, algo que se ve mal desde Washington, Pekín y Moscú. Alan Milward, en El rescate europeo del Estado nación, señalaba en 1993 que la integración europea había servido para reforzar a los Estados. Ya no es tanto verdad, por lo que hay que pasar a la dimensión verdaderamente europea. Si queremos realmente una soberanía europea, hay que pensar más en europeos desde la realidad europea y la nacional. Hay que pensar en la razón de Europa, en el interés europeo como se piensa en la razón de Estado o el interés nacional. Pero claro, no es posible con las divisiones existentes en tantos asuntos entre los Estados miembros, ni con reglas de unanimidad, ni cuando se está produciendo una transición en el poder en Berlín y el esencial eje franco-alemán parece paralizado.
Hacia fuera, soberanía europea es recuperación frente a EEUU y China (aunque también de los mercados) de esa capacidad de acción, en todos los ordenes. Europa se ve a sí misma como una superpotencia reguladora (como bien ha documentado Anu Bradford en su reciente libro The Brussels Effect) pues ha tenido éxitos relativamente globales a la hora de imponer su estándares, por ejemplo en materia de protección de datos (el reglamento RGPD), en seguridad en automóviles, o, pronto, en tasa sobre el carbono o sobre el comercio digital. Ahora quiere serlo en Inteligencia Artificial y en datos, entre otros. Ahora bien, difícilmente mantendrá esta influencia si no preserva o aumenta sus capacidades. Pues “los árbitros no ganan” partidos, señala acertadamente Guntram Wolff.
Todo esto no implica que Europa renuncie a la inevitable interdependencia global –la Comisión aboga por una “cooperación internacional”– o a la alianza transatlántica con EEUU, que va más allá de la OTAN. Pero muchos europeos, como señala un nuevo estudio de Carnegie, han perdido confianza en Washington, con Trump en una tendencia que se remonta incluso a un Obama poco interesado en Europa. Incluso si en EEUU gana un demócrata en noviembre, no habrá una vuelta atrás a 2016 o antes, pues “la confianza en el liderazgo de EEUU se ha visto irreparablemente dañada”. Y EEUU ha cambiado. De ahí, también, este nuevo afán soberanista europeo.
Antes de hablar de soberanía europea hay que aprender a pensarla, y dotarse de los instrumentos, de las capacidades, incluso de la forma de hacer negocios, para hacerla posible. Se trata para los europeos de tomar en sus manos su propio destino, algo que no hay que esperar, sino conquistar, y que lleva a repensar la integración europea para otros fines que los originales. Pues no se fundó sobre esa idea de soberanía hacia afuera. Pero el mundo ha cambiado. Todo un desafío colectivo.