La represión continúa en Siria, al igual que continúan las promesas de reformas del Presidente Bashar el-Assad y las divisiones entre los actores internacionales influyentes. Aunque es difícil establecer una cifra objetiva de víctimas, estas superaban ya los 3.000 a mediados de septiembre de 2011 según la Alta Comisaria para los Derechos Humanos de Naciones Unidas, Navi Pillay, aparte de los miles de desapariciones que se denuncian asociadas a la represión. El Gobierno atribuye las víctimas a la actuación de infiltrados terroristas, milicias islamistas o mercenarios extranjeros al servicio de una conspiración externa contra el régimen sirio. Al mismo tiempo, alega que sus fuerzas de seguridad han sufrido casi 1.000 bajas, una cifra que los activistas atribuyen a represalias sobre quienes desertan o se niegan a disparar sobre la población civil. Hoy por hoy, y frente al notorio empleo indiscriminado de las armas de fuego contra la población, las detenciones arbitrarias y las desapariciones, el movimiento de oposición sigue siendo fundamentalmente pacífico aunque se han constatado algunas emboscadas y atentados aislados contra las fuerzas de seguridad. La comunidad internacional, que se apresuró a condenar una represión interna en Libia de menores proporciones que la siria, sólo ha conseguido consensuar una declaración del Presidente del Consejo de Seguridad –que no es una resolución vinculante- en la que se condenan la pérdida de centenares de vidas humanas en Siria y la generalizada violación de derechos humanos por parte de las autoridades sirias (los vetos de China y Rusia evitaron el 5 de octubre de 2011 una resolución del Consejo de Seguridad de la que se habían omitido las sanciones).
El Presidente Bashar el-Assad, sigue aprovechando la división internacional y continúa anunciando reformas o medidas que no tiene voluntad o capacidad de cumplir como la autorización de nuevos partidos, el cese de las operaciones de seguridad, la reforma de la Constitución o el plan de paz propuesto por la Liga Árabe el 2 de noviembre. Han seguido la suerte de anuncios de reformas anteriores, como las prometidas en su discurso de investidura de 2000 cuando llegó al poder o en la Declaración de Damasco de 2005, que acabaron encallando frente a la resistencia de un partido, una élite y unas fuerzas de seguridad que se resisten a compartir el monopolio del poder y perder sus privilegios. El Presidente alimenta el mito de la existencia de una voluntad reformista –la suya- atrapada en medio de los duros –los demás-, especialmente su hermano Maher- pero ya no puede ocultar que ha sido precisamente su mala gestión de la crisis la que ha hecho perder apoyos internos y externos al régimen y colocarse en el callejón sin salida en que se encuentra. El tiempo de las reformas ha pasado y ahora lo que pide una gran parte de población es que cambie el régimen. El Presidente al-Assad ha perdido su legitimidad tanto por no acometer las prometidas como por no condenar sin paliativos los excesos de las fuerzas de seguridad, y al no hacerlo ha unido su destino al del régimen, por lo que ninguno de los dos puede sobrevivir a la caída libre en la que han entrado (incluso valedores incondicionales como Rusia e Irán desconfían ya de su capacidad y voluntad para acometer reformas).
El régimen de los el-Assad cuenta todavía con algunas bazas que le permiten retrasar la caída. Por un lado, le apoya un sector de la población que todavía cree en la narración de los medios oficiales o que teme perder sus privilegios; una mayoría silenciosa que ha ido debilitándose allí donde la represión ha sido más brutal o se ha conocido por el boca a boca. El régimen alauita trata de ampliar esa base mediante concesiones a minorías como la kurda, drusa y cristiana que temen por su futuro bajo una mayoría suní, pero es difícil que se sostenga el apoyo a un Gobierno incapaz de preservar el orden que tanto desea la mayoría silenciosa, normalmente dispuesta a cambiar libertad por seguridad. Por otro, el régimen se sigue apoyando en sus cuatro elementos fundamentales: el clan familiar, los cuadros del partido político único, el aparato de seguridad y la élite económica. El régimen podrá sostenerse mientras el deterioro económico y social no cuestione la cohesión y lealtad de esos cuatro pilares. De todos los anteriores, el eslabón más frágil para el régimen sería el Ejército donde, a diferencia de la inteligencia y la seguridad que está dominada por el régimen, la lealtad alauita no está completamente bajo control (el nombramiento del general cristiano Dawood Rahija como ministro de Defensa podría tratar de prevenir un giro a la egipcia o a la tunecina, un rumor alimentado por la desaparición de su antecesor, el general Ali Habib y la muerte del general Antakiali, ambos alauitas). El favor de la élite económica, ya dañado por la corrupción del régimen, podría desmoronarse si se paralizan las locomotoras económicas de Damasco y Alepo. Los embargos, como el adoptado sobre el petróleo por la UE producen menos efectos a corto plazo (no faltarán nuevos compradores de ese petróleo en un mercado ávido de energía) que la falta de empleos, divisas o inversión directa extranjera. Si la desafección, contenida por la fuerza en la periferia siria, prende en Damasco y Alepo por motivos económicos o políticos, el régimen tendría que optar entre controlar las zonas urbanas más importantes, abandonando el control de las ciudades y ciudades que ahora sostiene, o dispersar sus fuerzas exponiéndolas a verse desbordadas.
Finalmente, y a pesar de las apelaciones de los activistas, no se espera ninguna intervención internacional directa en Siria (el embajador estadounidense, Robert Ford, descartó el 29 de septiembre cualquier parecido con Libia). Mientras los medios de comunicación señalan a Siria como el siguiente escenario para una intervención como la de Libia, los responsables de ésta parecen haber llegado a la conclusión contraria (coincidiendo ahora con Rusia y China). Las divergencias son profundas entre quienes sostienen la persistencia del Presidente Bashar: Rusia, Irán o Líbano; entre quienes le dan por amortizado: Francia, Reino Unido, Alemania o Estados Unidos, o entre quienes han pedido moderación al régimen como Turquía e Irán pero temen que su caída reduzca su influencia regional. Mientras que Estados Unidos y la Unión Europea, que no tienen presencia ni instrumentos de influencia interna en Siria, sobreactúan desde el exterior, quienes los tienen como Rusia e Irán se oponen a activarlos para no perderlos.
En las últimas semanas sí que ha crecido la condena del régimen sirio entre los países árabes: si a primeros de septiembre de 2011 el Presidente iraní, Mahmoud Ahmadinejad, advertía al régimen de que contuviera la represión y dialogara con la oposición, la Liga Árabe ha suspendido a Siria como miembro tras incumplir el plan de paz aceptado a principios de noviembre y el monarca jordano le ha pedido a Bashar el-Assad que se vaya. Estos cambios podrían alentar una intervención regional o la iniciativa de crear una zona segura a caballo de la frontera turca para proteger a la población civil. También ha crecido la resistencia armada, inicialmente en la ciudad de Homs y aunque Turquía y Líbano tratan de blindar la frontera para evitar que a través de ellas se desplacen armas y combatientes, tanto la mayoría suní como la minoría kurda cuentan con apoyos al otro lado de la frontera, lo que podría acabar militarizando el movimiento de oposición o desestabilizando la situación en El Líbano si las comunidades suní y chiíta se enfrentan por la continuidad o caída del régimen de Damasco.