Lo que no puede ser, no puede ser y, además, es imposible. Y eso puede aplicarse literalmente al anuncio del cese de hostilidades decretado en Siria a partir del 27 de febrero, en cumplimiento de una iniciativa impulsada por Washington y Moscú. Es elemental entender que no puede detenerse el uso de la fuerza cuando falta el compromiso de muchos actores armados, como Daesh y Jabhat al-Nusra, que no se sienten atados por un acuerdo en cuya negociación no han participado. Pero lo mismo cabe concluir desde el otro bando, cuando Moscú y Damasco han reiterado que proseguirán atacando posiciones de los grupos terroristas.
Si recordamos que, a ojos del régimen de Bashar al-Assad, son terroristas todos los que se enfrentan a él, poco puede esperarse de su formal aceptación. Por si fueran necesarias referencias más concretas, los portavoces gubernamentales sirios han remarcado, por ejemplo, que el cese de hostilidades no se aplicará en la ciudad de Daraya, donde al-Nusra tiene uno de sus feudos. El problema añadido es que en dicha ciudad, los yihadistas de al-Nusra son solo uno de los grupos armados activos (y no el más relevante), en colaboración con otros grupos violentos que están siendo apoyados por potencias extranjeras, incluyendo a Estados Unidos.
Visto así es inmediato concluir que la violencia seguirá campando a sus anchas por el territorio sirio, cuando ya se contabilizan más de 400.000 muertes violentas, casi ocho millones de desplazados y más de cuatro millones de refugiados. Y el desarrollo de la actual ofensiva que las fuerzas leales al régimen están realizando sobre Alepo está provocando aún más sufrimiento y poniendo de manifiesto las tensiones cruzadas entre los diversos actores implicados en el conflicto sirio. Sin dar por descontado que alcancen finalmente sus objetivos, parece claro que sobre el terreno –gracias al apoyo directo de Rusia, Irán, Hezbolá y varias milicias chiíes– el régimen está recuperando el control de varias zonas. En su afán belicista no tienen reparo alguno en atacar directamente instalaciones hospitalarias (se contabilizan ya 17 en lo que va de año) y a la indefensa población civil, provocando un nuevo flujo de desplazados hacia Turquía.
Mientras que en el bando gubernamental se percibe una mayor cohesión, entre sus adversarios las discrepancias son cada vez más notables. Por una parte, casi cinco años después del inicio del conflicto, todavía son bien visibles las divergencias entre quienes priorizan el derribo del régimen y quienes entienden que lo fundamental es eliminar la amenaza que representa Daesh. Por otra, sigue resultando imposible conformar una plataforma unificada que integre a la amalgama de grupos opositores, como resultado no solo de las diferencias doctrinales (y personalistas) de cada actor, sino también por la permanente intromisión de actores externos (Arabia Saudí, Qatar, Turquía, Estados Unidos…) tratando de instrumentalizar esos intentos en función de sus particulares intereses. Lo mismo ocurre en el terreno militar, con centenares de grupos rebeldes que no aceptan más autoridad que la de su propio líder.
Por último, es cada más evidente el choque de intereses y la desconfianza entre los actores externos que están moviendo sus peones en Siria. Turquía, por ejemplo, ha iniciado el bombardeo de posiciones de las Unidades de Protección Popular (UPP), milicias kurdas sirias que se están distinguiendo como las más efectivas contra Daesh. Estas milicias son apoyadas por Washington, pero para Ankara suponen un riesgo inaceptable, ante el peligro de que repliquen lo que los peshmergas kurdos hicieron en el Kurdistán iraquí. Las UPP controlan ya el territorio sirio que se extiende desde la frontera con Irak hasta el Éufrates y ahora han extendido sus acciones a la base aérea de Menagh y a la ciudad de Azaz. Ankara hará lo que sea necesario para impedir que ambas queden definitivamente en manos de las UPP, lo que les permitiría crear un feudo propio en toda la frontera sirio-turca. Pero también es previsible que Estados Unidos siga apoyando a las UPP, dado que es su mejor opción para debilitar a Daesh.
Tampoco parece que Turquía se decida a lanzar una ofensiva terrestre en territorio sirio para crear una zona segura en la que poder alojar a los desplazados por el asedio de Alepo (y así aliviar en parte la carga que suponen los ya más de 2 millones de refugiados que acoge). Sabe que esa operación necesita un sólido apoyo aéreo y aunque técnicamente podría asumir la tarea, de ningún modo quiere enfrentarse a la posibilidad de que Rusia cumpla su amenaza de derribar cualquier aparato turco que entre en el espacio aéreo donde Moscú está operando a favor del régimen sirio. En definitiva, necesita la colaboración estadounidense, bien para sumar sus aviones de combate al esfuerzo común o, como mínimo, para lograr la aquiescencia rusa a la operación turca.
Como vía alternativa para lograr el apoyo estadounidense, Ankara está explorando la posibilidad de implicar militarmente a Arabia Saudí, Qatar y Emiratos Árabes Unidos. Los tres se han mostrado dispuestos a desplazar sus cazas a la base turca de Incirlik, con intención de colaborar en una hipotética ofensiva turca sobre las zonas del norte de Siria. Con ese movimiento Ankara busca que finalmente Washington se vea obligado a implicarse de lleno.
En paralelo, Moscú y Washington tratan de encajar sus respectivos planes en Siria, en un marco que va perfilando la visión de al-Assad como un aliado necesario para contar con tropas terrestres locales que se enfrenten directamente con Daesh. A ambos, aunque sea por diferentes razones, les interesa desbaratar la amenaza yihadista y de ahí que vean a al-Assad como un peón útil en ese empeño. Otra cosa es que esa opción suponga una buena noticia para los sirios.