No deja de ser chocante que si Siria ha vuelto a captar la atención de la Unión Europea sea, mucho más, como consecuencia de la oleada de personas pugnando por entrar en su territorio que por la imparable violencia que allí estalló hace ya más de cuatro años. Sobre todo si se tiene en cuenta que, además de que somos en buena medida corresponsables de lo ocurrido, sabemos que sin poner fin a la violencia no cabe suponer que esa presión humana vaya a disminuir en modo alguno. A pesar de ello la propia Comisión Europea se limita ahora a pronosticar que, sumados al millón de personas que habrán traspasado nuestra puerta a final de este año, habrá 1,5 millones que lo harán en 2016 y otro medio millón en el siguiente año. Eso supone aceptar, con pasmosa pasividad, que (aunque no todos procedan directamente de Siria) el conflicto se extenderá al menos hasta entonces.
Ese panorama, en todo caso, no parece apuntar a un drástico cambio de comportamiento por parte de los Veintiocho, mucho más preocupados en ver cómo establecer barreras que impidan la entrada a los nuevos aspirantes que en atender adecuadamente a los que ya están entre nosotros y en contribuir decisivamente al final de la violencia. Así se explica que, de un total comprometido de 120.000 candidatos, apenas superan el centenar los que han sido realmente admitidos en suelo comunitario semanas después de la vergonzosa subasta de la que Bulgaria, Rumanía, República Checa y Eslovaquia se desmarcaron (pero también Finlandia, con su abstención, y Gran Bretaña y Dinamarca, con su peculiar sistema de opting out). También así se explica que estemos buscando la colaboración de Turquía (como ya antes hicimos con la Libia de Gadaffi) para que, a cambio de unos 3.000 millones de euros, se convierta en el cancerbero de nuestra propia puerta, en el policía contra las mafias que trafican con la desgracia humana y en el receptor de quienes irregularmente pretendan colarse entre nosotros. Todo ello, sin olvidar que el empeño principal se centra en mejorar la invulnerabilidad de nuestras fronteras y el establecimiento de filtros selectivos que solo dejen pasar a quienes consideremos ajustados a nuestras estrictas consideraciones laborales.
En realidad no es eso lo único que hacemos, puesto que también en el ámbito militar algunos, como Francia, se apuntan a realizar gestos llamativos, más pensados para consumo interno que para la resolución real del conflicto. No puede entenderse de otro modo el envío de 12 cazas (la mitad con base en Emiratos Árabes Unidos y el resto en Jordania) para actuar en Siria contra Daesh; a lo que se suma ahora el redespliegue del portaviones Charles de Gaulle, duplicando la fuerza aérea destacada en la zona. Es elemental entender que esa fuerza, al igual que la activada por Washington desde hace ya más de un año, no puede alcanzar resultados definitivos en un contexto de guerra asimétrica como la siria, si no va acompañada de un amplio despliegue terrestre, con fuerzas que ningún país occidental está hoy dispuesto a poner en juego.
Con la misma ambigüedad mostrada en otras ocasiones, los Veintiocho permanecen ahora a la espera de comprobar si el nuevo intento de Washington –que acaba de presentar en sociedad a las Fuerzas Democráticas Sirias, tras tener que asumir un rotundo fracaso en la conformación de unidades rebeldes que estaba instruyendo en Turquía y Jordania- es operativamente eficaz contra las fuerzas de Daesh (mientras se deja de lado a las leales al régimen). Esas Fuerzas Democráticas Sirias no dejan de ser, en todo caso, apenas un nombre más tras el que se identifica una mezcolanza de las kurdas Unidades de Protección Popular con 12 grupos rebeldes, entre los que hay asirios cristianos y milicias suníes, muchos de los cuales ya formaban parte de la coyuntural plataforma conocida como Volcán del Éufrates. A la espera de comprobar su rendimiento en combate –mientras se disparan los rumores sobre el inminente lanzamiento de una ofensiva apoyada por Washington para retomar Raqqa (la capital de Daesh en Siria)-, nada hace pensar que sus efectivos vayan a resultar suficientes para expulsar a Daesh de suelo sirio, y mucho menos (dado que no está siquiera entre sus objetivos) para provocar la caída de un régimen que sigue contando con sus propias fuerzas, más el apoyo decidido de Hezbolá, de los pasdarán iraníes y de Moscú.
Todo ello obliga a girar la mirada hacia el ámbito diplomático, donde sobresale el activismo ruso en un contexto de creciente aceptación (con matices apenas destacados sobre el lugar que le podría corresponder a Bashar al-Asad) sobre la necesidad de incorporar al régimen sirio en cualquier componenda cocinada tras bambalinas. La más reciente señal de este empeño es la invitación rusa a 28 destacados líderes de grupos armados para reunirse en Moscú con representantes del régimen en busca de un acuerdo. Dado que el régimen no cede, que sus apoyos son más resolutivos que los que se alinean con los rebeldes y que muchos prefieren convencerse (equivocadamente) de que Daesh es el único enemigo a batir, se abre paso la idea de articular un pacto con el régimen y los rebeldes que estén dispuesto a rebajar sus exigencias. Pero eso suena a cualquier cosa menos a una solución.