Formalmente, la 41ª reunión anual del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG), celebrada el pasado día 5 de enero, ha servido para oficializar el fin del bloqueo decretado en junio de 2017 por Riad y Abu Dabi contra Qatar (con el añadido inmediato de Bahréin y Egipto). Para llegar a ese punto, Riad no ha tenido reparo en retrasar el encuentro, dando tiempo a que la mediación kuwaití permitiera superar los últimos obstáculos. Finalmente, el anfitrión, el príncipe heredero Mohamed bin Salman (MbS) ha tenido no solo el detalle de recibir al pie de la escalerilla del avión al emir qatarí Tamim bin Hamad al Thani, sino también de organizar el encuentro en la localidad saudí de Al Ula, feudo original de la tribu al Thani, en lugar de mantener el plan inicial de hacerlo en territorio de Bahréin.
Pero, más allá de la pompa y circunstancia con la que se ha querido rodear la reunión –a la que, en todo caso, ha quitado brillo la ausencia de los máximos representantes de Emiratos Árabes Unidos (EAU), Bahréin y Omán, sin que la presencia de Jared Kushner sirva de compensación– el anunciado acuerdo de “solidaridad y estabilidad” apenas logra esconder la realidad. Una realidad que, en ningún caso, puede reinterpretarse como una vuelta de Qatar al redil, o como el fin de los problemas internos en un Consejo que no todos sus miembros entienden del mismo modo.
Para empezar, Doha no solo ha resistido el envite sin tener que poner rodilla en tierra, sino que ha aprovechado la circunstancia tanto para reforzar la cohesión interna de una sociedad tan artificialmente construida como para encarar reformas económicas que le han permitido aumentar su autonomía. En esencia, no ha tenido que aceptar ninguna de las 13 demandas taxativas que sus vecinos le impusieron en su día, creyendo que su debilidad no le dejaba otra opción. Por el contrario, hoy Al Jazeera sigue emitiendo y los lazos de Doha con Teherán y con Ankara son más intensos que nunca. Y si, en el caso iraní, buena parte del vínculo viene forzado por el simple hecho de compartir el mayor yacimiento submarino de gas de la zona, en el turco se trata de una opción más deliberada. Una opción que ya pasa por contar con una base militar turca en su propio territorio y en sumar fuerzas tanto en el terreno político –compartiendo en buena medida una visión sobre el papel del islam político (Hermanos Musulmanes)–, como en el militar, en escenarios tan problemáticos como Libia o Siria.
Y a eso se añade que, por el camino, Doha tampoco ha visto cuestionada su interlocución con Washington. La base militar de Al Udeid sigue siendo uno de los principales activos militares estadounidenses en la región, y nada hace pensar que eso vaya a cambiar a medio plazo.
Por todo ello, cabría entender que lo escenificado en Al Ula responde a una dolorosa aceptación saudí de su escaso margen de maniobra ante lo que se avecina. Por un lado, MbS es sobradamente consciente de que con la llegada de Joe Biden a la presidencia va a encontrarse ante crecientes dificultades para mantener el apoyo que Donald Trump (y prácticamente todos sus predecesores) han prestado a un régimen tan cuestionado. Le urge, por tanto, recuperar cierta imagen de gestor regional, capaz de mantener al menos una mínima cohesión grupal, con intención de hacerse valer como interlocutor privilegiado en una nueva etapa en la que Riad aparece crecientemente cuestionado a todos los efectos. Además, ante la perspectiva de que la evolución de los acontecimientos en Irán tense aún más la situación en los próximos meses, MbS entiende la conveniencia de aparentar unidad, aunque esta no sea real. Queda por ver qué juego puede darle a Riad este giro de última hora, cuando su crédito está ya tan agotado.