No es una conjetura, sino una seria posibilidad que Marine Le Pen pueda ganar las presidenciales en Francia en la primavera de 2022. La Fundación de centro-izquierda Jean Jaurés, en un informe sobre el tema basado en varios indicadores, la considera “nada desdeñable”. Es una eventualidad para la que hay que prepararse pues desde fuera poco se puede hacer para impedirla. De hacerse realidad, puede cambiar el decurso de la integración europea, e impactar en la política interna de varios Estados miembros, con consecuencias graves para el proyecto en general, y para los intereses de España en particular.
Varias encuestas apuntan a que en abril próximo pasarán a la segunda vuelta de las presidenciales francesas el actual presidente, Emmanuel Macron, y la dirigente del Rassemblement National (antiguo Front National), como ocurrió en 2017. Lejos queda el triunfo en segunda vuelta por un 82% de Jacques Chirac en 2002 frente al padre de la susodicha, Jean-Marie Le Pen (que eliminó al primer ministro socialista Lionel Jospin en la primera). Algunos sondeos apuntan a que en primera vuelta Marine Le Pen llegará en cabeza y que en la segunda Macron sería reelegido presidente con el 52% de los votos frente al 45%, distancia demasiado escasa para la tranquilidad de muchos.
Le Pen, fenómeno no nuevo pero renovado, cabalga sobre una nueva ola europea y estadounidense: las clases más desfavorecidas votan más a las derechas. Le Pen se ve favorecida por el mal ambiente que reina en Francia con la firmeza de los confinamientos –que ha criticado duramente–, la lentitud en la vacunación o la banalización del terrorismo. Ejemplo de ello son las cartas abiertas de un grupo de exgenerales contra el islamismo, la inmigración (que no es tanta como parece, pues hay mucha mal llamada inmigración que es segunda o tercera generación), el “desmoronamiento” del país y lo que ven como un peligro de caída en una “guerra civil”, manifiestos a cuya adhesión ha alentado Le Pen. Ella proclama que el país se ve sacudido por “el caos” de la sanidad, la seguridad y la economía. Macron mismo reconoce los “numerosos miedos” en la ciudadanía, desde el cambio climático, la inseguridad –incluida lo que llama la “inseguridad cultural”– o las desigualdades, además de la pandemia. Una encuesta tras el manifiesto de los generales reflejaba que el 58% de los votantes franceses apoyaban a estos exmilitares, y un 73% consideraba que la sociedad francesa se está desintegrando.
Actualmente, Macron está en creciente impopularidad, en parte por la situación, por su arrogancia y por el freno a sus reformas que ha supuesto la pandemia, con un partido liberal, La Republique en Marche (LRM) que no es aún realmente un partido, Los Republicanos (LR, derecha) perdidos y en descenso, y la izquierda dividida, aunque algunos en su seno buscan un frente común para evitar que Le Pen pase a la segunda vuelta. Le Pen, en pleno proceso de “desdiabolización”, tiene un discurso con el que sigue atrayendo a la clase obrera –los “deplorables” que dijo en EEUU Hillary Clinton, guante que supo recoger Trump y que intenta retomar Biden–. También se dirige a los jóvenes, los más afectados en sus perspectivas vitales por la pandemia. Una proporción significativa de los de 18 a 24 años votó a Le Pen en 2017 y ahora se está alejando de ella, pero un 30% de los de 25 a 34 años está recorriendo el camino inverso. Le Pen proclama una “política masiva de apoyo a las familias jóvenes”. De momento, todo eso está provocando una derechización del discurso macroniano.
Habría que ver si una, posible, presidenta Le Pen, en unas inmediatamente posteriores legislativas podría recabar una mayoría suficiente en la Asamblea Nacional, o tendría que ir a una cohabitación con otra mayoría. Algunas señales vendrán en las próximas elecciones regionales, para la que en algún caso Macron ha buscado una candidatura con la derecha. Pero incluso en cohabitación, el presidente o la presidenta de Francia tiene mucho que decir en materia de política exterior y europea.
Le Pen se está transformando, en un intento de “normalización” y de “desintoxicación”, y es previsible que en los próximos meses siga avanzando por esa senda. Se ha alejado del antisemitismo de su padre. Ha abandonado la idea de que Francia se salga del euro. Y aunque ya no proclama la salida de Francia de la UE, hacia la que es muy crítica, exige recuperar “soberanía económica para Francia” y aboga por una Europa de las Naciones, menos integracionista. Se compara a Boris Johnson por su atractivo hacia un amplio espectro de votantes, y dice admirar a Vladimir Putin. Se ha opuesto a los confinamientos estrictos planteados por Macron ante la tercera ola de la pandemia. En el Parlamento Europeo su partido está integrado en el Grupo Identidad y Democracia (antiguamente Europa de las Naciones y de las Libertades), junto a la Liga Norte italiana y el FPÖ austriaco entre otros, y como asociado la Alternativa para Alemania (AfD). En conjunto, la ultraderecha representa ya un 22% de los escaños del Parlamento Europeo.
Europa no sabe bien cómo tratar el fenómeno de las ultraderechas, no hay una estrategia ordenada contra este tipo de populismo que ha crecido. En algunos países, como en Alemania, reina la idea de los “cordones sanitarios” para excluirlas del poder; en otros no. En todo caso, de cara a posibles “cordones sanitarios” contra una Francia encabezada por Le Pen, cabe decir que ese país no es Austria en su día, o Hungría y el Fidesz del primer ministro Viktor Orbán. Francia está en el corazón de la UE. El eje franco-alemán, que aún es necesario pero ya no suficiente, se vería seriamente afectado. Aunque, de hecho, pase lo que pase en París, este eje y la dinámica europea puede transformarse pues se anuncian cambios en Berlín en las elecciones de septiembre próximo con la llegada a término de Angela Merkel y con, si los pronósticos se confirman, la entrada en el Gobierno, y quién sabe si en la Cancillería, de Los Verdes y su candidata Annalena Baerbock.
Una parte de la respuesta estaría en la política social, a escala nacional y a escala europea, como ha planteado el reciente Consejo Europeo en Oporto, con una hoja de ruta que aún ha de traducirse en acciones. Sin olvidar una buena gestión, inclusiva y no excluyente, de las identidades culturales.
Para España, la llegada de Le Pen al frente de Francia sería muy contraproducente, pues está lejana a la idea de Europa que se tiene en este país. La actual política española de, sin alejarse del eje franco-alemán, cultivar más las relaciones nodales con otros Estados miembros, como Portugal o los Países Bajos entre los principales puede resultar aún más útil ante esta perspectiva en la que habrá que saber resistir, e intentar construir, al menos temporalmente, de otra forma. Por no hablar del impacto que podría tener en la política interna española, pues VOX aprovecharía la situación para, a su vez, “desdiabolizarse”.