Nuevamente, se está abriendo la posibilidad de que el Brexit no se produzca, y el Reino Unido permanezca en la UE. Porque hay un impasse en las negociaciones, porque ha cambiado la actitud del Partido Laborista, en la oposición, y porque la opinión pública está girando. La resolución aprobada en el congreso anual laborista en Liverpool la semana pasada deja “todas las opciones abiertas”, incluido, si no se convocan elecciones anticipadas, un “voto público sobre los términos del Brexit”, sobre las condiciones de salida. Su líder, Jeremy Corbyn, ha dejado claro que no aceptará una salida sin acuerdo con la UE, porque resultaría desastrosa, ni lo que por hoy por hoy ofrece la primera ministra Theresa May, y si no hay elecciones generales, pedirá un referéndum, aunque rehúya llamarlo así.
Corbyn no llegó tan lejos como el ministro en la sombra para el Brexit, sir Keir Starmer cuando éste proclamó que “nadie descarta Permanecer (Remain) como opción”. Los aplausos de los delegados fueron estruendosos. Ahora bien, los delegados no son los votantes. Según una encuesta, un 86% de los militantes laboristas quiere un nuevo referéndum, pero en muchas circunscripciones ganadas por los laboristas en 2017 hubo mayorías claras a favor del Brexit en el referéndum de 2016. Corbyn lo sabe, y de ahí, y dada su euro-reticencia personal, su prudencia. Aunque para lograr esa meta los laboristas necesitarían el apoyo de diputados conservadores opuestos al Brexit para tumbar en el Parlamento el pacto con la UE que proponga May.
El caso es que ya no se puede descartar que haya elecciones que cambien las condiciones o un segundo referéndum. No es que vaya a ocurrir, sino que puede ocurrir, y hay que contemplar este escenario y sus consecuencias. Claro que antes habría que aclarar si una vez activado el Artículo 50 de salida –que, salvo que se amplíe el plazo, por unanimidad, lleva a la fatídica fecha del 29 de marzo de 2019, a menos de seis meses–, el Reino Unido podría dar marcha atrás y, simplemente, quedarse. El artículo del Tratado de Lisboa no dice qué puede pasar si un Estado lo activa para salir y luego cambia de opinión. Algunos expertos, por ejemplo citados en el informe sobre el Brexit que hizo la Cámara de los Lores antes del referéndum de 2016, consideran que sí. Otros juristas no lo tienen tan claro. Ante la duda, tendría que decidir el Tribunal de Justicia de la UE.
Suponiendo que el Artículo 50 tenga marcha atrás, y que los británicos (esta vez con mayor participación de los jóvenes que se abstuvieron en 2016, y cuando las encuestas indican que ahora hay una mayoría del 54% a favor de Permanecer, aún no decisiva) decidieran quedarse, ¿qué escenario se abriría entonces para la UE y para el Reino Unido? Para empezar, sería un gran triunfo para la idea europea, que ganaría fuerza y estabilidad. También para el modo de negociar de Bruselas, con la Comisión y el comisario Barnier habiendo llevado la voz cantante de un frente unido que no acepta que se troceen a conveniencia del saliente las cuatro libertades del mercado único (libre circulación de bienes, capitales, servicios y personas). Sobre todo, una victoria de la racionalidad económica y política. El Brexit resulta costoso tanto para el Reino Unido como para el resto de la UE. Y cada vez queda más claro que no parece haber solución plena que conjugue la unidad del Reino Unido, su no participación plena en la unión aduanera comunitaria (pero para ese viaje no eran necesarias estas alforjas) y la falta de una frontera física entre Irlanda del Norte y la República para no poner en peligro los logros del proceso de paz.
Dicho esto, la opción de Permanecer no está exenta de problemas para la UE. Podría resultar tóxica para la política doméstica británica. Y para la exterior, la europea, permanecería un Reino Unido dividido, y por tanto poco llevado a apoyar avances importantes en Europa. No por quedarse se va a volver ferviente europeísta. Claro que el resto de la UE está cada vez más fragmentado, y no son sólo los británicos los que rechazan el concepto de una “unión cada vez más estrecha” entre los pueblos de Europa. Ello a pesar de que, en términos de transposición del derecho comunitario, los británicos han sido siempre más cumplidores y leales que muchos otros, incluidos los españoles.
Si el Brexit ha actuado de acicate para que la UE avanzara, modestamente, en algunos terrenos en los que los británicos ponían trabas, como la defensa, la atención política de los dirigentes de los 28 podría girar para centrarse en la nueva acomodación del Reino Unido, aunque éste no pudiera dictar condiciones. Pero conociendo a los británicos, en seguida construirían una agenda de reforma de la UE, atractiva para una parte importante de los Estados miembros, no para los más europeístas.
Los calendarios son apretados, pero si se decidieran antes de marzo próximo, los británicos volverían a participar en las elecciones europeas, en mayo de 2019, cuando el resto ya ha pactado un nuevo reparto de escaños. La frustración del Brexit podría en esos comicios resucitar al Partido de la Independencia del Reino Unido (UKIP) y a los fervorosos del Brexit en el Partido Conservador, reforzando la presencia de euroescépticos y xenófobos, que se va a incrementar notablemente en la próxima Eurocámara.
También podría esperarse, como sugiere Neal Lawson, una nueva agenda nacional que respondiera a las causas del voto por el Brexit en 2016: culturales, demográficas (incluyendo la inmigración), de injusticia social, democráticas, territoriales y económicas. Es a lo que juega Corbyn con un discurso radical, que va ganando puntos, como reconoce hasta parte de la prensa conservadora.