El 25 de marzo, y tras una reunión previa este fin de semana de un Consejo Europeo dedicado esencialmente al crecimiento económico y el empleo, los 27 (el Reino Unido, a punto de poner en marcha el procedimiento para el Brexit, no asistirá) celebrarán una cumbre especial para conmemorar en la capital italiana los 60 años del Tratado de Roma. Tras la Comunidad Europea del Carbón y del Acero en 1950 y después de una crisis, la del fracaso de la Comunidad Europea de Defensa, aquel tratado puso en marcha las Comunidades Europeas, entonces de seis miembros, hoy UE, aún de 28. Los 27 tienen mucho que celebrar pues han aportado al mundo un nuevo modelo político, un nuevo sistema de integración desde la paz y desde la libre voluntad. El pasado 7 de febrero, el Tratado de Maastricht –que diseñó de forma incompleta la Unión Económica y Monetaria– cumplió 25 años. Pero, pese a las esperables buenas palabras, los socios acudirán a Roma divididos entre ellos y en el seno de sus sociedades, sin rumbo, o como se dice en España, como vaca sin cencerro.
Ese cencerro le correspondía ponerlo a algún líder o grupo de ellos –pero no lo hay o está metido en elecciones– o al menos a la Comisión Europea, la “guardiana de los tratados”. En las actuales circunstancias, lo más que ha podido hacer ésta, en un nuevo Libro Blanco sobre el Futuro de Europa de cara a la reunión de Roma, es poner sobre la mesa cinco posibles vías futuras, no mutuamente excluyentes, cinco escenarios sobre cómo podría evolucionar la UE de aquí a 2025, ya sin los británicos: (1) seguir igual, ir tirando; (2) limitarse al mercado único; (3) avanzar entre los que desean hacer más juntos, en velocidades y geometría variables; (4) hacer menos pero de forma más eficiente; y (5) hacer mucho más conjuntamente. Los actuales gobiernos francés y alemán parecen decantarse por la tercera opción ante “los diversos niveles de ambición” que detectan en la UE, algo que también apoya el propio presidente de la Comisión Jean-Claude Juncker.
Estos escenarios tienen el mérito de ser crudos y plantear abiertamente hasta la posibilidad de una marcha atrás, de una des-integración de la UE. Pero están desprovistos de toda alma o emoción, incluso de sentido de identidad común. Que se siga uno u otro, o varios a la vez, dependerá en buena parte del resultado de las elecciones en curso en los Países Bajos, Francia y Alemania, entre otras. A día de hoy los famosos valores compartidos están puestos en entredicho con los ataques a la democracia y al Estado de Derecho en varios países, como Hungría y Polonia. O con ciertas actitudes ante los refugiados e inmigrantes.
El Parlamento Europeo, si bien en un hemiciclo prácticamente vacío, debatió este Libro Blanco, valorándolo positivamente, aunque con críticas a la Comisión por no optar entre las cinco vías, ni reflejarlas en ejemplos. La Eurocámara ha sido más concreta en sus propuestas. En tres informes que aprobó con anterioridad de cara a la cita en Roma, aunque han pasado desapercibidos, abogó entre otras cosas por aprovechar al máximo al vigente Tratado de Lisboa pero convertir al Consejo de Ministros en una auténtica segunda cámara legislativa; que cada Estado miembro presente al menos tres candidatos, de ambos sexos que el presidente electo o la presidenta electa puedan considerar para cubrir cargos en su Comisión, considerablemente reducida; impulsar la idea de un salario mínimo determinado por cada Estado miembro; y estudiar las posibilidades de un régimen de prestaciones de desempleo mínimas. Más allá, propone une reforma ambiciosa de los Tratados, en los campos de la gobernanza económica, la política exterior, los derechos fundamentales y la transparencia, creando la figura de un ministro de Finanzas comunitario y una política económica común, apoyada en un verdadero presupuesto propio para la Eurozona –financiado por sus miembros–, que se vería reforzada con una estrategia, un código de convergencia para las economías de la moneda única, y un Fondo Monetario Europeo.
Descartada, de momento, la vía de “más Europa tous azimuts”, la opción que más sentido cobra, y en la que está la UE desde hace tiempo, es la de avanzar (incluso retrocediendo, es decir, renacionalizando, en algunos aspectos) más entre los que quieren y pueden, ya sea en defensa, en tecnología o en otras áreas. Como indican Thorsten Beck y Geoffrey Underhill en un interesante libro colectivo, la política de ir tirando y salir del paso ya no basta, por lo que es necesario dar pasos más atrevidos y repensar de forma radical las estructuras y los objetivos. Con políticas que den respuestas a los problemas de los ciudadanos y de los Estados. Tras reconocer la mala gestión de la crisis económica por la UE, la Comisión ha admitido en su Libro Blanco que “solucionar el legado de la crisis, desde el desempleo de larga duración hasta los altos niveles de deuda, sigue siendo una prioridad urgente”. Ya era hora.
Pero es necesario ir más allá, en términos de identidad, de identificación, colectiva. En ausencia de una identidad europea, hay que reconstruir el proyecto desde abajo, es decir, en nuestra opinión, desde los ciudadanos y desde los Estados: una República Europea. E ilusionar. Pues la UE tiene que volver a ser un ilusionante proyecto de vida en común, por parafrasear la definición de Ortega y Gasset de la nación, o dejará de ser, o como poco se limitará a arrastrarse desalmada o con el alma en pena en un mundo post-occidental.
No esperemos mucho de este 60º aniversario. Lo que tenga que venir, vendrá después. A pesar de Trump, a pesar de Putin. Dependemos de nosotros mismos. Como el barón de Munchausen, hemos de tirarnos conjuntamente del pelo para salir del fango en el que nos hemos metido.