Oriente Medio parece estar al borde del colapso y el resurgimiento de las tensiones entre sunníes y chiíes sería el principal culpable. Las revueltas de la Primavera Árabe han alterado el actual equilibrio de poder y han acentuado las diferencias sectarias en la región. En este contexto, algunos Estados no han tardado en explotar las diferencias religiosas a su favor y en utilizar el sectarismo como arma política para perseguir objetivos políticos y geoestratégicos. Irán y Arabia Saudí han tomado la delantera en este juego de política de poder, convirtiendo la región del Golfo en el campo de batalla de lo que se ha denominado una «nueva guerra fría en Oriente Medio».
Al igual que las potencias hegemónicas en la Guerra Fría, y en la guerra fría árabe de los cincuenta y los sesenta, Arabia Saudí e Irán no se han enfrentado de forma directa, sino que han utilizado a países vecinos como campo de batalla para resolver sus rivalidades. Dadas las identidades multiculturales, sectarias y transnacionales que caracterizan la región del Golfo, la explotación de las diferencias entre sunníes y chiíes se ha convertido en una herramienta clave en las políticas exteriores de algunos Estados. La represión del levantamiento popular que tuvo lugar en 2011 en la Plaza de la Perla (Bahréin) es un claro ejemplo de ello, puesto que implicó el uso de un discurso sectario por parte de los Gobiernos de las dinastías Al Jalifa y Al Saud.
A pesar de su inicial carácter democrático y no sectario, la Primavera Árabe en Bahréin se representó rápidamente como un movimiento sectario y como parte de un complot iraní, que tenía como objetivo derrocar al régimen Al Jalifa y amenazar el equilibrio de poder en el Golfo. Los países del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) percibieron dichas revueltas como una amenaza interna y externa debido al riesgo de contagio. Las peticiones de reforma encabezadas por la población chií no solo amenazaron la soberanía de los líderes autocráticos, sino también la hegemonía sunní en la región, puesto que empoderaron a Irán y a las comunidades chiíes del Golfo. Arabia Saudí fue el Estado más afectado, a causa de su rivalidad con Irán y de la erupción de disturbios en su provincia oriental, rica en hidrocarburos.
Con el fin de reprimir las revueltas que azotaron Bahréin en febrero de 2011, Arabia Saudí lideró la intervención militar de la Fuerza del Escudo de la Península un mes después del inicio de las protestas. Se trató de la primera vez que el CCG intervenía militarmente en uno de sus Estados miembros para suprimir una revuelta interna, puesto que el tratado constitutivo solo concibe la intervención en caso de una amenaza externa. El sectarismo hizo posible la externalización de la amenaza planteada por el levantamiento de la Plaza de la Perla, al ser utilizado por los países del CCG como un arma de autodefensa. Al tildar las revueltas de sectarias, Manama y Riad deslegitimizaron y silenciaron las demandas políticas de los bahreiníes, salvaguardando así la soberanía de sus regímenes. Además, al acusar a Irán de participar en las protestas, desencadenaron una rápida respuesta y una acción preventiva por parte del CCG, protegiendo así la soberanía saudí y sunní en la península arábiga.
Tanto Arabia Saudí como Irán se han aprovechado del discurso sectario para mantener su poder en la región. Dada la estrecha relación entre Manama y Riad, Arabia Saudí ha fomentado el uso del sectarismo en Bahréin, uno de sus principales aliados, para proteger su estabilidad política y económica (especialmente en la provincia oriental) y su hegemonía en la península arábiga. Irán también se ha beneficiado de esta interpretación del levantamiento bahreiní, puesto que, aunque no existen pruebas que afirmen la intervención iraní en los disturbios, Irán no se ha esforzado por negar estas acusaciones. De hecho, motivado por la posibilidad de incrementar la influencia chií en la región, Irán ha criticado duramente la intervención militar saudí y sus medios de comunicación han favorecido a los manifestantes en la cobertura de las protestas.
En este contexto de nueva guerra fría, el sectarismo se ha convertido en un arma política poderosa empleada no solo en Bahréin sino también en Siria, Irak y Yemen. Debido a que la rivalidad entre Arabia Saudí e Irán se disputa en la escena política de países vecinos multiculturales, la explotación de las diferencias entre sunníes y chiíes se ha convertido en mucho más que un instrumento de política exterior de poder blando. Sin embargo, el sectarismo ha demostrado ser un arma de doble filo y su uso excesivo está dando lugar a importantes preocupaciones en materia de seguridad, ya que resulta más fácil exacerbar las identidades que controlarlas. Dadas las identidades transnacionales en el Golfo y las sensibilidades sectarias en la región, Arabia Saudí e Irán deberían tener más cuidado a la hora de utilizar el sectarismo como medio para justificar la persecución de objetivos de la realpolitik, puesto que un fortalecimiento desmesurado de la identidad puede acabar por desdibujar las fronteras estatales y cambiar la percepción de las amenazas a la seguridad en Oriente Medio.