La guerra entre el gobierno de Ucrania y los separatistas del sureste del país, apoyados económica y militarmente por Rusia, ha entrado en una nueva fase. Los separatistas han rebasado la demarcación establecida en los Acuerdos de Minsk del pasado septiembre y han iniciado una nueva ofensiva atacando Debalatsevo y Mariupol, dos ciudades de gran importancia estratégica, tanto para abrir un pasillo entre Lugansk y Donetsk como para asegurarse una salida por tierra hacia Crimea y el mar de Azov. El conflicto, que amenaza desintegrar el territorio ucraniano y provocar un enfrentamiento bélico entre Occidente y Rusia, ha elevado exponencialmente la inestabilidad en toda la zona, poniendo al gobierno de Kiev en una situación gravísima, ante la cual debería optar por la alternativa menos mala, ya que la mejor quizá no exista.
Kiev podría reconocer de facto las fronteras del territorio controlado por los separatistas y su gobierno, lo que llevaría hacia un modelo de federación en el menos malo de los casos o a consumar la secesión, en el peor . La segunda opción de Kiev sería aferrarse a los Acuerdos de Minsk, incrementar la presión internacional sobre Rusia, y confiar en la última iniciativa diplomática de la propuesta de paz del presidente de Francia François Hollande y la canciller alemana Angela Merkel. La tercera opción es conseguir ayuda militar de los amigos occidentales para combatir eficazmente a los separatistas.
La primera opción es derrotista e injusta, aparte de que supondría aceptar la violación del derecho internacional por parte de Rusia. La segunda supondría convertir el sureste de Ucrania en el territorio de un «conflicto congelado» y la renuncia de Ucrania de entrar en la OTAN, lo que sería una clara concesión a Vladimir Putin. La tercera elección sería muy costosa y trágica: el problema del ejército ucraniano no es la falta de armamento (varios países ya lo han pertrechado generosamente), sino la carencia de mandos cualificados y de una estrategia clara para intervenir en la guerra híbrida planteada por Moscú (como lo demuestra un reciente estudio publicado por CAST- Brothers Armed: Military Aspects of the Crisis in Ukraine) . Se trata de dificultades objetivas que no se pueden obviar con facilidad. Por mucha ayuda militar que reciba Ucrania, es altamente improbable que consiguiera ganar una guerra contra Rusia, que ha modernizado su fuerzas armadas basándose en sus experiencias en Chechenia y Georgia. No sería un caso equiparable al de la exitosa (y olvidada) guerra de Finlandia contra los soviéticos, o de la intervención de la OTAN en los Balcanes. Ni mucho menos.
Desde el comienzo de la crisis ucraniana, Rusia ha actuado con decisión y aplicando una clara estrategia consistente en impedir el acercamiento de Ucrania a la UE y a la OTAN y mantener su zona de influencia en el sureste ucraniano (doctrina formulada ya por Yevgeni Primakov en 1999). Por tanto, Rusia no va a permitir la derrota de los separatistas, que encarnan ambos objetivos. El gobierno ucraniano y sus protectores hablan mucho sobre la actitud inmoral de Rusia, pero las represalias económicas (sanciones) y políticas (aislamiento internacional) contra el Kremlin no han tenido la mínima eficacia disuasoria.
¿Se debe armar a Ucrania? Resulta una pregunta falaz porque no supondría sólo suministrar armas sino involucrarse a fondo en el conflicto regional, convirtiéndolo en una nueva guerra fría –o caliente- entre Rusia y Occidente. La verdadera pregunta es si los occidentales estaríamos dispuestos a luchar por Ucrania o no, y -aunque no olvidemos el acertado diagnóstico del diplomático norteamericano George Kennan sobre el poder soviético, también aplicable a la Rusia actual (es impermeable a la lógica de la razón y altamente sensible a la lógica de la fuerza)- la respuesta sería que no por muchísimas razones.