Mientras la Unión Europea (UE) se ha convertido en el epicentro del COVID-19, la restricción de la libre circulación de personas, tan importante para el proyecto europeo, es el principal recurso para impedir la expansión acelerada de los contagios y el consecuente colapso de los sistemas sanitarios.
“Cuanto menos viajemos, mejor podremos contener el virus”, dijo la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, cuando propuso la restricción temporal de la entrada de personas en el espacio común europeo, aprobada el día 17 de marzo por los jefes de estado y de gobierno de la UE en la reunión extraordinaria del Consejo Europeo por video conferencia.
La decisión se aplicará en todo el espacio europeo. Esto es, a los estados miembros y estados asociados (Noruega, Islandia, Suiza y Liechtenstein) de Schengen; a aquellos con opt-out (Reino Unido y Irlanda); y a los que aún no forman parte de Schengen (Rumanía, Bulgaria, Chipre y Croacia). Es temporal (por un periodo de 30 días, prorrogable) y más bien limitada a nacionales de terceros estados. No se trata de una prohibición absoluta, e incluye importantes salvaguardas. Desde luego, los ciudadanos europeos y sus familiares (de acuerdo con el derecho de reunificación familiar) pueden viajar para regresar a casa. Asimismo, pueden hacerlo los ciudadanos de terceros estados que residan legalmente en un estado miembro. La restricción exceptúa también a los profesionales sanitarios, de fronteras, de transporte, diplomáticos y personas en tránsito por el espacio aéreo. Se disuade de viajar a ciudadanos y residentes europeos, pero no se les prohíbe.
Se trata más de una decisión de emergencia fuera del marco de los tratados. Eso sí, ha logrado la unanimidad de los líderes europeos, aunque su implementación práctica va a exigir importantes retos de coordinación y uniformización de procedimientos para que no se repitan las acciones unilaterales y descoordinadas.
El Código de Fronteras Schengen no prevé la hipótesis de restablecer colectivamente los controles de las fronteras exteriores comunes por motivo de una amenaza generalizada a la salud pública. El restablecimiento temporal de los controles de fronteras se contempla, más bien, por decisión unilateral de los estados miembros para hacer frente a casos de amenazas al orden público por flujos masivos de personas (previstos o imprevistos) o a la seguridad interior.
En el espacio de una semana se han declarado, progresivamente, medidas de excepción y estados de emergencia en varios estados miembros (Italia, España, Finlandia, Rumanía, Francia, y Alemania), además de Suiza, y con ellos decisiones unilaterales o concertadas (España y Portugal) para restablecer controles fronterizos terrestres. Las medidas se justifican por la magnitud y la velocidad de la propagación y el contagio del virus. La declaración del estado de emergencia está para eso, legitimar medidas para hacer frente a situaciones excepcionales y de urgencia nacional. De ahí se justifican restricciones proporcionales a los movimientos de las personas, y a algunas de sus libertades individuales. Se salvaguardan bienes y valores colectivos mayores como la salud pública y la vida humana.
Esta crisis apela, más que nunca, a la solidaridad europea en su conjunto. Es la tercera en menos de una década (eurozona, refugiados, COVID-19). Todas ellas tienen un elemento en común, pese a sus evidentes diferencias. Su dimensión transciende fronteras, tiene la “dimensión europea”, y justifica una actuación concertada que solo será efectiva si es implementada de manera uniforme por todos. En muchos de los momentos de estas crisis se han escuchado frases como “No se puede abandonar a Grecia”, “No se puede dejar sola a Italia” o “No se puede dejar a España sola”.
No podemos olvidar que el sistema Schengen fue el resultado de una idea progresista (casi revolucionaria) para permitir la libre circulación de personas, bienes y servicios y capitales en el espacio de la UE. En 1998, el Tratado de Ámsterdam incorporó este acervo de Schengen en el sistema del edificio europeo, tras años de cooperación intergubernamental en la gestión de las fronteras, con base a un Acuerdo intergubernamental del mismo nombre. Schengen pasó de ser un instrumento operacional de cooperación, a uno de los mayores logros del proyecto de integración europeo, comparable al Euro.
Del mayor protagonismo vino la mayor politización, pero el simple hecho de pasar a formar parte del edificio común trajo la mayor transparencia, legitimidad y el mayor control institucional previsto por los Tratados.
Estos años de crisis deberían habernos enseñado algunas lecciones. Las medidas unilaterales, no coordinadas, basadas únicamente en circunstancias nacionales y pensadas exclusivamente en términos de sus efectos nacionales se derrumban rápidamente porque se ven sobrepasadas por los acontecimientos.
Los llamamientos a que “se vuelva a lo esencial, y a ser moralmente más fuertes” y a la Unión son muy pertinentes y deberían pasar también por la capacidad de coordinar actos que pueden parecer menores, por ser operativos. Europa se ha construido a golpe de crisis y con ímpetu de solidaridad. No son estas palabras menores, ni tampoco deberían quedar vacías. Esperamos y deseamos, pues, que Schengen vuelva a su ser esencial, pronto.