Si ya durante buena parte de la Guerra Fría el conflicto del Sahara Occidental era apenas un foco residual de tensión, su importancia en la agenda internacional desde el final de la confrontación bipolar ha ido reduciéndose prácticamente a la nada, insensibles a la tragedia diaria de una población ocupada en su propio territorio y de los refugiados atrapados en la hamada argelina, abandonados prácticamente por todos. Sin voluntad política de la comunidad internacional para estar a la altura de sus propios planteamientos –celebración de un referéndum de autodeterminación, pendiente desde 1991–, hace ya mucho que el tiempo viene corriendo inexorablemente a favor de Rabat, empeñado en quebrar la resistencia saharaui para ampliar su soberanía a lo que eufemísticamente denomina “provincias del Sur”. Los recientes acontecimientos en el paso fronterizo de El Guerguerat –desde el inicio del bloqueo del tráfico terrestre por parte de varios cientos de civiles saharauis, el pasado 21 de octubre, hasta la operación militar marroquí de desalojo, el 13 de noviembre, y la consiguiente declaración saharaui de “guerra total”, al día siguiente– no van, desgraciadamente, a modificar ese rumbo.
Más allá del altisonante y un tanto anacrónico lenguaje empleado por el Frente Polisario, como actor de referencia de la República Árabe Saharaui Democrática (RASD), tras su denuncia de la violación por parte marroquí del alto el fuego acordado en 1991 –guerra total, partes de guerra, ataques masivos…– se esconde una realidad más prosaica. Una realidad que, en términos militares, muestra que la relación de fuerzas es abrumadoramente superior a Marruecos –con no menos de 100.000 efectivos militares desplegados a lo largo de los 2.700km de un sistema de muros que le permiten controlar el llamado “Sáhara útil”. Frente a ellos el Ejército Popular de Liberación Saharaui apenas cuenta con un equipo y armamento totalmente desfasado –perdido hace mucho el apoyo que Libia, Siria y algún otro le prestaron en su día– ya no solo para enfrentarse frontalmente a las Fuerzas Armadas Reales (FAR), sino tan siquiera para representar una amenaza creíble que lleve a Rabat a cambiar de estrategia.
Lo mismo cabe decir en el terreno político y diplomático. A estas alturas ya es imposible disimular que hasta la ONU –que no ha logrado nombrar un nuevo enviado especial desde que, en mayo de 2019, Horst Köhler reconoció su impotencia para reconducir el proceso– ha terminado por aceptar el marco definido por Marruecos. De hecho, como ha ocurrido el pasado 30 de octubre al renovar el mandato de la MINURSO (Misión de las Naciones Unidas para el Referéndum en el Sáhara Occidental), ya se ha ido perdiendo cualquier referencia explícita a la celebración del referéndum de autodeterminación, sustituyéndolo por un “arreglo entre las partes”. A eso se suma que ninguno de los miembros del Grupo de Amigos del Secretario General de la ONU para este tema –Estados Unidos, Reino Unido, Rusia, Francia y España– se ha mostrado dispuesto a replicar a lo que Rabat plantea (incluyendo la renuncia a que la MINURSO tenga competencias para vigilar el respeto de los derechos humanos). Tampoco cabe mencionar un solo caso en el que, como resultado de tensiones o controversias sobre el terreno –sean los intentos marroquíes en 2016 de asfaltar la pista de tierra que atravesaba el mismo paso de Guerguerat o tantas otras violaciones del acuerdo de 1991–, se haya tomado ninguna decisión que permita corregir ese pronunciado sesgo marroquí.
Por el camino han quedado sucesivos esfuerzos diplomáticos, incluyendo el iniciado en diciembre de 2018 en Ginebra, que no han acercado a las partes a ningún punto de acuerdo, con la RASD exigiendo la celebración el eternamente retrasado referéndum y con Marruecos sumando apoyos más o menos explícitos a su propuesta de 2008, de conceder algún tipo de competencias limitadas a esos territorios saharauis dentro de la soberanía marroquí. Una mención particular a España –que sigue figurando como potencia administradora– lleva asimismo al convencimiento de que, más allá de la simpatía prosaharaui de buena parte de la opinión pública, hace ya tiempo que un cálculo meramente posibilista –interés por la estabilidad de nuestro vecino del sur en búsqueda de su colaboración en el terreno de la lucha contra el terrorismo y el control de los flujos de población desde su suelo– ha acabado por imponer el alineamiento con la postura marroquí.
Es ese trasfondo –con el añadido del pronunciado deterioro de las condiciones de vida en los campamentos de Tinduf, el creciente cuestionamiento sobre el liderazgo saharaui y el temor de que muchos jóvenes se vean tentados a apuntarse a las filas yihadistas– el que puede explicar que, como último recurso –aunque solo sea para llamar la atención de la comunidad internacional cuando ya se cumplen 29 años del cese de hostilidades sin ningún avance significativo–, los dirigentes de la RASD llamen a su gente a la guerra. Pero a nadie se le puede escapar que es una llamada desesperada condenada al fracaso.
Que, como tantas veces antes, todo se reduzca a una repetición de llamadas a la contención y de expresiones de preocupación, tanto por parte de la ONU como de diversas capitales, es no solo una clara señal de que hoy nadie se la va a jugar por los saharauis, sino de que la comunidad internacional está dispuesta a aceptar el actual statu quo, netamente favorable a Rabat, a la espera de que la probada resiliencia de quienes malviven en los campamentos acepten que su sueño de contar con un Estado soberano no tiene cabida alguna. Hay serias dudas de que pueda esperarse algo bueno de ahí.