Que hace mucho tiempo que los saharauis han sido abandonados a su suerte es una realidad que solo los más iluminados pueden ignorar. Que el Sahara Occidental es un asunto cada vez más incómodo para cualquier gobierno español, al menos en lo que va de siglo, es otra obviedad apenas escondida en un discurso formal de neutralidad que ni ha mejorado las expectativas políticas de quienes llevan 47 años sobreviviendo en la hamada argelina, ni ha permitido una relación fluida con Rabat. Que Marruecos se siente cada vez más fuerte y con la clara sensación de que el tiempo corre a favor de sus tesis soberanistas, apenas necesita explicación tras el respaldo recibido últimamente desde Washington y Berlín.
Todo eso significa que, desde hace ya demasiado tiempo, se vive una ficción a varias bandas, llena de palabras sin contenido real, que solo se sostiene por la ilimitada capacidad de resiliencia saharaui y la capacidad teatral del resto de actores implicados. Y así estábamos hasta que España ha decidido salirse del guion y plantear un nuevo rumbo. Un rumbo que parece apuntar a una apuesta estratégica de largo alcance, pero plagada de incógnitas cuya resolución va más allá de la voluntad del mismo gobierno que la ha realizado.
La apuesta mira al menos en dos direcciones. Por un lado, en mitad de una crisis energética acelerada por el estallido del conflicto en Ucrania, el presidente del gobierno se está empleando a fondo para sacar adelante en la Unión Europea una iniciativa para frenar los efectos del incremento de precios de la energía y reducir la alta dependencia energética de los Veintisiete de suministradores tan poco recomendables como Vladimir Putin. En esa línea hay que entender su esfuerzo por convertir a España en un punto neurálgico del suministro gasístico al resto de Europa (y mañana de hidrógeno verde), contando con su alta capacidad de regasificación y almacenamiento, a la espera tan solo de convencer, por una parte, a Argelia (un país que obtiene el 97% de sus ingresos por exportaciones de la venta de hidrocarburos y, por tanto, supuestamente interesado en poder vender su gas a unos clientes tan atractivos) ; y, por otra, a Bruselas de que financie las necesarias interconexiones físicas para hacer llegar esa energía a quien la desee en Europa.
Por otro lado, tras los innumerables sinsabores cosechados desde hace décadas con Marruecos, y sin haber encontrado nunca una vía eficaz para escapar a sus recurrentes chantajes, el gobierno cree que alineándose con Rabat en la cuestión saharaui es posible lograr la apertura de una nueva etapa en las relaciones bilaterales. Una etapa en la que, idealmente, España espera obtener la garantía marroquí de una estrecha colaboración en la lucha contra el narcotráfico y el terrorismo yihadista, así como en el control de los flujos migratorios irregulares, con el añadido, más relevante aún, de que abandone sus reivindicaciones soberanistas sobre Ceuta, Melilla y el resto de los territorios españoles en África.
Hasta ahí solo cabría decir que se trata de una jugada ambiciosa realizada por un gobierno que entiende que la situación actual solo le trae repetidos dolores de cabeza, sin posibilidad de sacar algo en limpio de su posición tradicional, y mientras el resto de los actores relevantes- desde Washington a Berlín, pasando por París- ya han tomado abiertamente partido por Rabat. El tiempo dirá si acabará siendo un éxito o un fracaso rotundo. Pero, entretanto, ya asoman contrapuntos de lo que algunos han calificado como una nueva traición a los saharauis y otros entienden como un claro desprecio del derecho internacional y de los valores y principios que tan a menudo se mencionan como supuestas guías de nuestra política exterior, cuando no como una nueva versión del “cuento de la lechera”.
En primer lugar, ahí está la inmediata reacción de Argel, llamando a consultas a su embajador, en lo que también puede ser un mero gesto para la galería. Lo mismo cabe decir de miembros del propio gobierno español, aunque solo sea por no haber sido informados con antelación; pero también de buena parte de los militantes y simpatizantes del propio partido socialista, que en su programa electoral de 2019 aún contemplaba la celebración del referéndum como única vía posible. Y otro tanto ha ocurrido desde las filas del principal partido de la oposición, aunque hayan sido líderes de esa misma fuerza política los que, hace más de una década, ya calificaban la propuesta autonomista marroquí con los mismos términos que ahora figuran en la carta enviada por el presidente del gobierno a Mohamed VI. Tampoco ayuda que el gobierno se niegue a dar a conocer a una sociedad mayoritariamente pro saharaui el contenido de la carta enviada a Rabat, conocida solo parcialmente por el comunicado palaciego marroquí.
Pero por encima de esas consideraciones, son muchos los interrogantes que surgen de inmediato: ¿qué garantías puede haber logrado ahora España de un vecino tan arbitrario en sus decisiones y tan incumplidor de sus compromisos?; ¿es Washington quien va a actuar como garante de último recurso?; ¿abandonarán definitivamente los saharauis, que están en guerra con Marruecos, su sueño político?; ¿terminará en este punto la crisis entre Argel y Rabat?
Imagen: Sahara marroquí. Sergey Pesterev.