Es cierto que, a la vista de lo que ha deparado el año (con Ucrania como principal foco de atención), queda lejos hoy la intención expresada en 2009 por la entonces Secretaria de Estado estadounidense, Hillary Clinton, de “resetear” las relaciones con Rusia. Pero todavía está más lejano el periodo en el que Washington tenía preposicionado material para seis divisiones acorazadas en Alemania (para un total estimado en 120.000 efectivos). En otras palabras, las relaciones ruso-estadounidenses se han ido tensando progresivamente; pero el nivel de amenaza no puede compararse en modo alguno con el existente durante la Guerra Fría.
Eso no quita para que ambas potencias sigan empeñadas en un viejo juego de gestos más o menos inamistosos que, además de sanciones económicas y acusaciones políticas mutuas, incluyen movimientos en el campo militar. Así hay que entender, por lo que respecta a EEUU, la activación de la operación Atlantic Resolve, presentada como una muestra de solidaridad con los aliados de la Europa Oriental (especialmente los bálticos y Polonia, además de Ucrania). Como resultado inmediato, y en paralelo al movimiento de aviones y buques de guerra, se ha incrementado de manera notable el número de ejercicios militares con las fuerzas locales, movilizando tropas de la 1ª División de Caballería en un sistema rotatorio que pretende hacer visible el compromiso con países que se sienten crecientemente amenazados por una Rusia empeñada en recuperar a toda costa un área de influencia propia.
Por su parte Rusia, además de su “creativa” implicación militar en Ucrania, no ha dudado en mostrar sus intenciones con el sobrevuelo de aviones de combate en las proximidades del espacio aéreo de esos países y el aumento del número de patrullas marítimas y de maniobras militares orientadas hacia sus respectivos territorios. Especial mención en ese contexto merece el anuncio de que, a partir de 2016, Rusia contará con una nueva base aérea en Babruysk (Bielorrusia), que le permitirá ampliar su radio de acción hacia el oeste.
De lo visto hasta ahora se deduce que Washington no se atreve a adelantar el despliegue permanente de sus tropas en Europa Oriental – mientras todavía dispone de unos 29.000 efectivos localizados en Alemania, Italia y Bélgica. Ni su reciente anuncio sobre el preposicionamiento de unos 150 vehículos acorazados (entre Bradley y carros de combate Abrams M1) en Alemania y algún otro país europeo, ni la potenciación de sus programas de instrucción de las tropas locales, ni el suministro de material y armamento, ni las más frecuentes patrullas aéreas en las zonas colindantes con Rusia (en las que también participan cazas españoles) van a calmar de ningún modo la inquietud quienes perciben a Moscú como su amenaza principal. Sobre todo porque, en contraposición, constatan día a día cómo Moscú no duda en ir tomando posiciones de ventaja tanto en Abjasia (con un nuevo acuerdo de defensa que le facilita el acceso al mar Negro y debilita aún más a Georgia), como en el Donbas ucranio, sin olvidar a Transnistria (Moldavia) y a Osetia del Sur (Georgia), territorios donde también tiene estacionados respectivamente unos 2.000 soldados.
Quizás sea esa insuficiente cobertura de seguridad lo que explica que Washington parezca decidido a mover ficha en el terreno nuclear, calculando que eso sea más efectivo para disuadir a Moscú y para calmar a sus vecinos aliados. Así, en paralelo al proceso de despliegue del escudo antimisiles en algunos países aliados -como en Turquía y en las bases de Develesu (Rumania) y Redzikowo (Polonia)-, se añade ahora el “globo sonda” estadounidense que plantea abiertamente la idea de que se puede producir a corto plazo el redespliegue de misiles crucero en Europa del Este. De inmediato el propio ministro ruso de exteriores, Sergei Lavrov, ha pronosticado que, si Washington da ese paso, muy pronto habría misiles crucero rusos en Crimea.
El problema planteado en este terreno es el de la posible eliminación del tratado INF (fuerzas nucleares de alcance intermedio, entre 500 y 5.500km), una de las piezas básicas de la seguridad continental europea desde su firma en 1987. Un gesto como el mencionado podría ser la puntilla para un tratado que ambos firmantes apenas valoran en la actualidad. Así lo demuestra el hecho de que EEUU no se haya molestado en atender las acusaciones rusas de que el despliegue de drones armados -que podrían usarse como misiles crucero- y el desarrollo del escudo antimisiles -con la activación de los sistemas lanzamisiles MK41, que también podrían adaptarse para lanzar ese tipo de misiles- suponen una violación del tratado. Y lo mismo ocurre con Moscú, que no ha tenido reparo alguno en desplegar los misiles crucero R-500 y en realizar pruebas con el misil balístico intercontinental SS-27 Mod 2, adaptado a alcances intermedios.
En definitiva, llevados por una dinámica de creciente tensión, ambos países parecen dispuestos a traspasar una línea que ha logrado frenar la carrera nuclear en Europa, sin reparar en la inestabilidad que ese paso puede generar en un contexto que se va caldeando más allá de lo conveniente.