Los soldados rusos están ya realizando maniobras a solo un kilómetro de la frontera con Ucrania. Al mismo tiempo, y dando por descontado que la adhesión rusa de Crimea es ya un hecho irreversible, es bien visible la huella de Moscú entre los grupos armados prorrusos que se han activado en algunas localidades del este de Ucrania. En una escalada verbal que parece retroalimentarse sin fin, ahora incluso el gobierno de Arseni Yatseniuk acusa a Vladimir Putin de querer iniciar una nueva guerra mundial poniendo política y militarmente sus pies en Ucrania. Visto así, parecería que efectivamente todo conduce a un inminente estallido de violencia a gran escala. Y, sin embargo, si eso ocurriera sería únicamente como resultado indeseado de un sombrío juego en el que ninguno de los potenciales contendientes– salvo los propios activistas prorrusos, interesados en provocar con sus actos una escalada que implique a los grandes- quiere llegar a ese fatídico punto.
Por una parte, cabe recordar que Ucrania es el actor más débil en la tensa dinámica que se ha disparado en estos últimos meses. De hecho, ni siquiera ante un reto frontal al monopolio del uso de la fuerza que corresponde a todo Estado, está demostrando tener los medios necesarios para reprimir la deriva violenta de los grupúsculos armados que han ocupado edificios públicos y robado armas en comisarías y cuarteles de diferentes ciudades del este. Tras la amarga retirada de todos sus efectivos en Crimea, pocas dudas puede haber sobre su neta inferioridad de fuerzas ante Moscú y sus aliados locales. Ni tiene, por tanto, medios propios para obligar a la Federación Rusa a cumplir lo acordado el pasado día 17, ni mucho menos para salir airoso de un muy improbable choque frontal. Solo le queda, en consecuencia, seguir buscando desesperadamente garantías de seguridad de una OTAN (la Unión Europea, como tal, no cuenta a este respecto) visiblemente reacia a dejarse empantanar en un hipotético escenario bélico del que podría salir malparada.
Pero es que ni Estados Unidos y la Unión Europea (o, mejor dicho, algunos países de la UE) están dispuestos a traspasar las líneas rojas que pudieran traducirse en efectos negativos para sus intereses particulares. Para Washington no hay ningún interés vital en juego en Ucrania y aunque ahora parezca dispuesto a activar nuevas sanciones económicas, resulta elemental entender que la apuesta militar está descartada de raíz. Ni los 150 soldados desplegados en Polonia, ni ninguna otra de las medidas cosméticas adoptadas hasta hoy por la Alianza Atlántica, sirven como garantes de la seguridad de ninguno de los vecinos de Rusia, ni tampoco como símbolo del compromiso de defensa colectiva que, en todo caso, no incluye en modo alguno a Ucrania. Además, como se está comprobando a diario, ninguna de esas medidas va a disuadir a Rusia de seguir adelante en su empeño por evitar que Ucrania pueda quedar fuera de su órbita.
Tampoco cabe imaginar que la guerra sea hoy una opción deseable para Putin. Y esto es así no por rechazo moral alguno a usar la fuerza cuando lo considere oportuno, sino simplemente como resultado de un cálculo racional que le lleva a la conclusión de que dispone de muchos otros instrumentos para lograr sus fines– la neutralización de Ucrania en el tablero de competición europeo- y, por añadidura, de que ninguno de los que militarmente podría considerar preocupante está dispuesto a enfangarse en un conflicto armado que frene sus apetencias. Cuenta con que sus movimientos intimidatorios y, sobre todo, su condición de importante cliente comercial y suministrador energético para buena parte de la Europa Oriental y Central son frenos suficientes para disuadir a cualquiera de los supuestos defensores de la causa ucrania de ir más allá de lo aconsejable.
Así lo han dejado claro tanto Berlín- que recibe el 38% del gas y el 35% del petróleo que consume de fuentes rusas-, como París- interesado en seguir adelante con los provechosos contratos de armamento, de los que el Mistral es una buena muestra- y Londres- centrado en mantener las buenas relaciones de la City con los inversores y evasores rusos. En esas condiciones, el tiempo parece correr a favor de Moscú y en contra de los ucranianos, mientras el resto de los países (con gestos más o menos grandilocuentes como la expulsión de Rusia del G-8) solo espera a que el paso de ese mismo tiempo sirva para aliviar la tensión y volver al “business as usual”.