Mientras termina de hacer las maletas, Barack Obama parece menos preocupado por su propio legado para la historia –inevitablemente por debajo de las altísimas expectativas creadas a su alrededor tras la nefasta administración de su antecesor– que por evitar que su sucesor pueda llevar a la práctica tantas balandronadas como las que ha ido difundiendo desde su victoria en las urnas. Así se explica que, eligiendo la política exterior como campo de acción, haya querido dejar algunas piedras que idealmente actúen como freno en el camino que a partir del próximo día 20 ha de recorrer Donald Trump.
La primera de ellas afecta al conflicto palestino-israelí, un ámbito en el que Obama no ha logrado dar un solo paso efectivo hacia una paz global, justa y duradera. Por el contrario, mientras se consolida la fractura interna palestina y el gobierno israelí liderado por Benjamín Netanyahu continúa su deriva belicista, que incluye una diaria violación de sus obligaciones como potencia ocupante y un desprecio meridiano del Derecho Internacional, Washington ha desaprovechado una vez más su considerable influencia para reactivar el proceso de paz. Y ahora, sin mucho que esperar de la conferencia convocada por Francia el próximo día 15, Obama ha querido despedirse con una decisión que, salvo por su intención de marcar el territorio a su sucesor, se queda en simple gesto para la galería.
En efecto, poco práctico puede derivarse de la resolución 2334 del Consejo de Seguridad de la ONU, aprobada el pasado 23 de diciembre. Resulta obviamente llamativo que Estados Unidos se haya abstenido, en lugar de volver a abusar de su derecho de veto para bloquear una resolución que declara que la construcción y ampliación de asentamientos israelíes “no tiene validez legal y constituye una flagrante violación del derecho internacional”. Pero inmediatamente hay que recordar que se trata de una decisión enmarcada en el Capítulo VI de la Carta (resolución pacífica de controversias), lo que equivale a entender que es meramente declaratoria y que, en definitiva, no tiene efecto vinculante alguno. Es, por tanto, una declaración simbólica, lo que no ha evitado que Netanyahu haya sobreactuado recurriendo al ya agotado espantajo de una conspiración mundial contra Israel y congelando relaciones con los promotores de la resolución (España entre ellos, como presidente de turno del Consejo de Seguridad).
Probablemente Obama ha querido aliviar su parte de responsabilidad en la pasividad y permisividad con la que ha tratado hasta hoy a unos gobernantes israelíes que han demostrado sobradamente la escasísima consideración que les merece la opinión de la comunidad internacional. Pero más que eso, lo relevante es su pretensión de hacer más difícil a Trump su anunciado giro en la política de Washington con Tel Aviv, con el activista proisraelí David Friedman en calidad de embajador, sea cambiando la sede diplomática a Jerusalén o arrinconado los parámetros de referencia vigentes en los innumerables y frustrados intentos de alcanzar la paz. La insistencia de Trump –que no tuvo reparos en pedir abiertamente el veto– en la necesidad de tratar a Israel como un socio preferente, como si hasta ahora no lo hubiera sido, anuncia inevitablemente malos tiempos para la paz en Palestina.
El segundo frente elegido por Obama para torpedear (o, al menos, dificultar) a Trump ha sido Rusia. La acusación directa de injerencia de los servicios secretos rusos en el proceso electoral estadounidense –con aval público de los directores de la CIA, el FBI y la NSA –y la aplicación de sanciones expulsando a 35 nacionales rusos de su suelo– no pretende romper relaciones con Moscú, sino, sobre todo, bloquear al próximo inquilino de la Casa Blanca a los ojos de su propia población.
Vladimir Putin, demostrando una vez más su maestría en el terreno internacional, ha evitado la respuesta instintiva de expulsar a otros tantos funcionarios estadounidenses operando en Rusia. De este modo, trata simultáneamente de ningunear a Obama y de pasar la pelota a Trump, con la esperanza de que pronto convierta en hechos su discurso trufado de halagos y promesas de entendimiento. Moscú sueña así con la posibilidad de consolidar su vuelta al escenario internacional como una gran potencia y, de paso, de garantizar nuevamente una zona de influencia propia tanto en la Europa Oriental como en el Asia Central; todo ello con la aquiescencia de Washington.
Al recordarle que “Putin no está en nuestro equipo” y al tensar un punto más las relaciones justo antes de su salida, Obama ha querido limitar el margen de maniobra que Trump pueda tener ante la ciudadanía estadounidense y ante sus socios occidentales. Si la estrategia de Obama funciona y cala en la opinión pública estadounidense, le resultará mucho más complicado a Trump reformular en clave amistosa las relaciones con quien queda ahora retratado más claramente como un adversario con malas intenciones. ¿Funcionará?