En febrero de 2002, el Secretario de Defensa de los Estados Unidos, Donald Rumsfeld, ante la pregunta de un periodista acerca de la falta de evidencias del suministro de armas de destrucción masiva por parte del gobierno iraquí a grupos terroristas, respondió: “Sabemos que hay known knowns (…). También sabemos que existen known unknowns. Pero, además, también hay unknown unknowns – aquellos hechos que no sabemos que no conocemos. Y si uno mira a lo largo de la Historia (…), es esta última categoría la que acaba siendo la más complicada”.
Casi veinte años más tarde, esta noción, cuyo eje vertebral es la incertidumbre, sigue presente en nuestro día a día. Cuando tomamos decisiones, también estamos asumiendo riesgos. De acuerdo con el Instituto Future of Humanity de la Universidad de Oxford, un riesgo se define en base a tres criterios: su alcance (el número de personas que se verían afectadas), su gravedad (cuán mal estas personas serían afectadas) y su probabilidad (que termine ocurriendo). El problema aparece cuando lo que desconocemos es la existencia del riesgo en sí.
Numerosas organizaciones tratan de hallar constantemente cuáles son los mayores riesgos para la sociedad y el planeta. Uno de los informes anuales más conocidos es Global Risks Report, realizado por el Foro Económico Mundial. En su última publicación de 2019, de la lista de los diez riesgos más importantes, cinco de ellos están vinculados a asuntos medioambientales (siendo los más destacados los fenómenos meteorológicos adversos, y el fallo de los sistemas de adaptación y mitigación). Los otros riesgos en la lista son dos tecnológicos (fraude o robo de datos, y ciberataques), dos societarios (migración involuntaria a gran escala, y crisis del agua), y el último, de cariz económico (burbuja económica). Sin embargo, mientras que todas estas contingencias han sido bien definidas y parametrizadas gracias a la información disponible, las proyecciones de aquellos riesgos que están por venir todavía se limitan a un bajo nivel de análisis, preparación –y reflexión.
Algunos de los escenarios de riesgos futuros plantean que los más relevantes serán: el declive de la democracia a causa de nuevas formas de control social (como la vigilancia biométrica) que pondrán en duda el valor y efectividad del sistema; la vulneración de la privacidad mediante computación cuántica; el desanclaje entre el mundo rural y urbano, con mayor polarización social y volatilidad electoral; restricción del suministro de alimentos como herramienta geoeconómica; confrontación por el control de otros bienes comunes globales o global commons (espacio exterior); un déficit de pensamiento crítico por las “cámaras de eco”, en las que sólo entra aquella información con la que estamos de acuerdo, mediante inteligencia artificial; y la desafección por los derechos humanos en un contexto de valores cada vez más divergentes.
Para ser capaces de prever un riesgo futuro del que ahora tenemos poca (o ninguna) información, no basta solamente con analizar las tendencias actuales, como se suele hacer. Probablemente se avecinarán riesgos que ahora vemos como inconcebibles. Los desarrollos tecnológicos y las dinámicas sociales avanzan a tal velocidad que la sociedad es incapaz de subirse al tren y ser consciente de todo lo que está ocurriendo al completo. Es por ello que intentar proyectar riesgos futuros, basándose solamente en informaciones y datos ya existentes, es necesario pero insuficiente. Ya en 1997, Niklas Luhmann afirmaba que un sistema que se reproduce a sí mismo sólo genera resultados autorreferenciales: una autopoiesis que no genera innovación en las ideas.
Gobernanza ante la incertidumbre
Así, si es en la incertidumbre en lo que reside el riesgo, y la velocidad es su catalizador, no hay que buscar nuevos elementos, sino más bien nuevas metodologías. ¿Cómo hacerlo? El sociólogo Charles Perrow teorizó en 1984 que lo que acaba haciendo a los sistemas –digamos, nuestro orden internacional– especialmente vulnerables no son los grandes acontecimientos, sino aquellos pequeños fallos inesperados a los que no se les da inicialmente ninguna importancia, pero que, al dejarlos pasar, van creando un efecto cascada que resquebraja de forma invisible y sutil los pilares del sistema. Así, la clave no está en analizar los grandes riesgos de mayor probabilidad, sino en hallar los pequeños detalles de elevado impacto. Más aún en nuestro sistema, tan complejo que acabamos perdiendo la capacidad de trazar todo lo que ocurre en sus interconexiones, cada vez más en estrecho vínculo.
Ahora bien, ¿está la sociedad dispuesta a dotar de recursos y prioridad a un riesgo del cual todavía no percibe ningún efecto importante en vida diaria? El último Eurobarómetro sobre las actitudes hacia la seguridad, realizado en 2017, muestra que solamente el 56% de la ciudadanía de la Unión Europea considera el cibercrimen como un riesgo “muy importante”. Si bien ha crecido la preocupación respecto a 2015 –en donde solamente el 42% juzgó su gravedad–, el dato manifiesta que existe una profunda brecha entre las inquietudes de la sociedad y los riesgos que se materializarán en un futuro cercano. Una clara evidencia de ello es la preponderancia por asuntos como el terrorismo –que es “muy importante” para un 76% de la población–, frente a los desastres medioambientales provocados por el ser humano, que reciben esta misma atención únicamente por un 53% del grupo encuestado.
Así, se observa un claro diferencial entre la percepción del riesgo y la realidad del mismo. La población pone el foco en los eventos de mayor inminencia –tengan un mayor o menor nivel de gravedad–, mientras que los riesgos futuros –algunos de ellos, existenciales para la humanidad– todavía se encuentran en un segundo plano.
Sin embargo, que los riesgos futuros sean subestimados no es culpa ni responsabilidad de la población. Todo lo contrario: de la visibilidad del asunto y la existencia de información fehaciente depende que la sociedad despierte y empiece a adquirir conciencia de aquello que está por venir. Y para ello, la responsabilidad está en manos de los gobiernos: de regenerar el sistema de gobernanza con una nueva mirada que sea a largo plazo; de crear un ecosistema para el análisis de riesgos que implique una colaboración real, material y efectiva (elaborar juntos, y no solamente co-operar) entre actores públicos, privados, academia y Tercer Sector; de hacer de la ciudadanía un socio partícipe, un cómplice, y no un mero receptor pasivo de información.
En un mundo actual en donde paradójicamente las tecnologías que nos ayudan a ahorrar tiempo son las que nos hacen sentir que la vida cada vez va más rápido, es imperante promover una política de anticipación frente a la de reacción, una política que una puentes entre la percepción y la realidad. En definitiva: una gobernanza común ante la incertidumbre.