Un antagonismo, una enemistad profunda, domina Oriente Medio: el que confronta Irán a Arabia Saudí. Viene de lejos, de antes de la revolución jomeinista de 1979, de la diferencia entre chiíes y suníes, pero también de los diversos intereses geopolíticos. El año 1979 marcó un antes y un después, pues no sólo radicalizó el régimen iraní sino también el saudí. La revolución de los ayatolás cambió el mundo chií y también el suní, tanto en Arabia Saudí –que se cerró– como en buena parte del mundo islámico. El joven príncipe heredero Mohamed bin Salman (conocido por MBS) pretende cambiar y abrir Arabia Saudí, al menos a la situación pre-1979, en que había cines y las mujeres no estaban tan relegadas, además de transformar la economía para depender menos del petróleo con el Plan 2030.
¿Cambiarán ahora ambos regímenes en paralelo? Ambos extremos de la ecuación se están transformando, sin garantías de éxito, pues se pueden desestabilizar o generar nuevos anticuerpos contra el cambio. MBS quiere transformar Arabia Saudí, pero no estamos ante una nueva fase de una primavera árabe sino ante un cambio impulsado desde arriba, y que tiene que superar serias resistencias. MBS no tiene garantizado el poder. Deberá forjarse su continuidad en los próximos meses. Las manifestaciones que ha habido en Irán vienen de abajo, de jóvenes y no tan jóvenes, frustrados por la situación económica y social y por las prioridades presupuestarias, esta vez presentadas con mayor transparencia, con cuantiosas sumas para las políticas de los clérigos y para la defensa. Y con estas protestas ha reaparecido la vieja guardia, personalizada en el ex presidente Mahmud Ahmadineyad.
El año 1979 –al que se refieren constantemente los actuales responsables saudíes (como en la entrevista de Thomas Friedman a MBS)– no fue simplemente un momento revolucionario en Irán, sino que provocó una reacción saudí y en otros países de mayoría suní, y cabalgó sobre el alza del precio del petróleo, que puso muchos medios financieros en manos de los que querían promover versiones radicales diferentes y antagónicas del islam chií y del islam suní en el mundo, sobre todo en el musulmán. Tampoco en 1979 el saudí era en modo alguno un régimen liberal. La base del régimen saudí –pacto entre la familia Saud y los religiosos wahabistas– se radicalizó, y se internacionalizó, en todo, desde el marginamiento de la mujer a la educación, o la música y otras artes. De esos polvos vinieron muchos lodos posteriores, desde al-Qaeda hasta el ISIS. MBS parece proponerse desmontar en buena parte ese pacto. ¿Lo conseguirá? Arabia Saudí tiene previsto en 2020 presidir el G20, tras Argentina (2018) y Japón (2019), lo que puede ser un momento de apertura.
Mientras, la invasión de Irak –de mayoría chií pero dominada por los suníes– y la destrucción de su Estado en 2003 le sirvió a Irán en bandeja una victoria no buscada. Trump ahora no sólo quiere revisar el acuerdo nuclear con Irán por motivos de armamento atómico, sino para reformatear Oriente Medio, con un apoyo total a Arabia Saudí, el primer país extranjero que significativamente visitó como presidente, y con el que contrató una venta de armas por valor de 100.000 millones de dólares. Irán, fuerte en población, carece de una capacidad militar suficiente frente al sofisticado ejército de Arabia Saudí, pero esta, que no tiene un peso demográfico comparable, ha demostrado en Yemen los límites del poderío de su fuerza aérea. Riad rechaza de plano toda veleidad de que Irán se haga con el arma nuclear. Si lo hace, los saudíes también se nuclearizarán. E incluso si no lo hace, Riad intenta formar una alianza regional, una “OTAN islámica”, para rodear a Irán.
Aunque las realidades geopolíticas pesan, el éxito de los procesos reformistas en ambos países podría llevar a una distensión. Puede ocurrir lo contrario, que esta tensión dificulte los procesos reformistas y que los que en su seno se resisten a ellos fomenten una estrategia de la tensión. Ambos se han encontrado en su deseo y esfuerzo de acabar con ISIS sobre el terreno en Irak y Siria, pero tienen visiones muy distintas sobre el devenir que quieren fomentar para Siria, Líbano o Yemen, entre otros.
Tienen algo en común: unas juventudes ampliamente mayoritarias y con ganas de apertura, que no habían nacido en 1979 ni tienen vivencias directas de épocas previas. Son juventudes frustradas en sus expectativas de futuro, incluso en Arabia Saudí, y totalmente conectadas por los móviles e Internet a pesar de la censura y el control. En Irán, el presidente reformista, Hassan Rouhani, no logra llevar a cabo los cambios que pretende, frenado por el Estado paralelo de los ayatolás, que se prepara para la sucesión de Alí Jamenei, ni el crecimiento económico que auguraba el levantamiento de parte de las sanciones económicas a cambio de la renuncia al programa de armamento nuclear. Riad, por su parte, teme una minoría chií en sus zonas con más petróleo. Y pese a que empuja, con Trump, EEUU se está ensimismando y dejando de ser una potencia estructuradora en la región. Ni siquiera se lleva bien con Turquía, el otro poder que resurge ante esta difícil ecuación. Los destinos de Riad y Teherán están entrelazados y no por una relación cuántica, sino muy real e ideológica.