Las protestas democráticas en el mundo árabes parecen imparables. Todos los regímenes de la región se enfrentan al dilema de cómo responder a unas demandas antiautoritarias que amenazan su supervivencia.
La respuesta del régimen libio ha sido la de apostar por la represión salvaje como vía para intentar cortar de raíz una revuelta que se ha visto estimulada por el mensaje de que en Libia también era posible acabar con Gaddafi, al igual que había ocurrido antes con Ben Ali en Túnez y con Mubarak en Egipto. Aunque el recuerdo de Tiananmen está presente, la feroz represión que está llevando a cabo Gaddafi recuerda más a la utilizada por Saddam Husein contra la población chií del sur de Irak en 1991 al acabar la I Guerra del Golfo. Fue sofocada con helicópteros y tanques que utilizaron indiscriminadamente la fuerza contra la población civil ante la pasividad de los integrantes de la coalición internacional que había expulsado a las tropas iraquíes de Kuwait pero que, sin embargo, prefirieron no intervenir. De esa forma se mantuvo en el poder a un Saddam Husein debilitado pero lo suficientemente fuerte para contrarrestar la influencia iraní. Una represión similar había permitido antes al Ejército italiano de Mussolini acabar con la resistencia anticolonial encabezada por Omar al-Mujtar a principio de los años 30.
No hay, sin embargo, garantías de que la brutalidad en esta ocasión vaya a funcionar. La represión, hasta ahora, no sólo no ha acabado con las protestas sino que las ha intensificado. Iniciadas en Bengasi, han salido de la Cirenaica, espacio tradicional de contestación al régimen, y han alcanzado el oeste del país llegando a la capital Trípoli y mostrando que tienen una base social amplia que trasciende las lealtades tribales e ideológicas. No se trata de una revuelta tribal ni tampoco islamista, sino de un movimiento de protesta con una base social amplia que cuenta con el respaldo de la juventud (el 33% de la población libia tiene menos de 15 años). Los discursos de Saif al-Islam primero y luego de Muammar Gaddafi amenazando con el caos, la guerra civil y la pena de muerte no han surtido efecto en una juventud que, privada de acceso a las televisiones por satélite y a Internet, los ha interpretado como un síntoma de de la debilidad y vulnerabilidad de un régimen feroz pero a la defensiva, ese mismo régimen que ha tenido que recurrir a mercenarios extranjeros para llevar a cabo el trabajo sucio de la represión pero que es incapaz de mantener el control sobre porciones cada vez más grandes del país. El uso de la fuerza contra la población civil ha acelerado además el proceso de descomposición del régimen que ha visto cómo era abandonado por ministros, diplomáticos, militares y líderes tribales, al tiempo que la Unión de Ulemas de Libia hacía llamamientos a la rebelión. A diferencia de Saddam Husein en 1991, Gaddafi no cuenta con el respaldo pasivo de la comunidad internacional para mantenerse en el poder. Aún así los fantasmas de una deriva islamista y de una potencial crisis migratoria paralizan la reacción de una Unión Europea cuya imagen está quedando seriamente dañada no sólo en el mundo árabe.