En octubre de 2016, y tras más de cinco años de negociaciones, la Unión Europea (UE) y Canadá cerraron el Comprehensive Economic and Trade Agreement (CETA). Este acuerdo había pasado bastante desapercibido en España, no así en otros países de la UE, sobre todo en Bélgica, donde la región de Valonia amenazó con vetarlo el año pasado si no se le daban garantías de que no pondría en peligro el modelo social europeo. En principio, es fácil entender por qué el CETA no levantaba pasiones. Se trata de un acuerdo comercial entre la UE y Canadá, un país pequeño en relación a la UE al que sólo van el 1,8% de las exportaciones de la Unión (y con el que España tiene un superávit comercial gracias las ventas de más de 5.400 empresas, casi todas PYMES). Además, Canadá es un país con una imagen positiva tanto en la UE como en España, con estándares laborales y medioambientales superiores a los nuestros (el salario mínimo está por encima de los 1.200 euros al mes) y con el que compartimos valores e intereses. Sin embargo, ante la negativa del PSOE de apoyar su ratificación en el Parlamento (algo indispensable porque el CETA es tan amplio que cubre ámbitos de competencia que no están transferidos a la UE y por lo tanto tienen que aprobarlo los parlamentos nacionales de los 28, y también algunos regionales), este acuerdo ha pasado de los cajones de los funcionarios de la Comisión Europea a abrir los titulares de los periódicos. Finalmente, el PSOE se abstuvo y el CETA salió adelante en el con el apoyo del PP, Ciudadanos, PNV, PDeCat y CC.
Es sin duda positivo que la opinión pública española se interese por estos temas. El comercio internacional es la infraestructura de la globalización, genera ganadores y perdedores y, además, como los acuerdos modernos (como el CETA) versan más sobre estándares y normativas que sobre niveles arancelarios –que entre países ricos ya son muy bajos– son esenciales para construir la cada vez más necesaria gobernanza de la globalización. En países como Estados Unidos la política comercial es casi siempre uno de los temas más importantes de las campañas electorales. Y en otros países europeos también suele despertar bastante interés. En España, en cambio, la combinación de que los partidos tradicionales hayan sido favorables a la apertura comercial desde la transición, que la política comercial esté transferida a Bruselas desde 1986 y que, en general, la opinión pública haya considerado estos temas como “aburridos” y no haya visibilizado demasiado su impacto en su vida diaria (más allá del acceso a productos extranjeros baratos y variados), había generado cierto pasotismo en relación a los temas comerciales hasta la fecha.
Pero, aunque el interés por el contenido de los acuerdos comerciales modernos sea bienvenido, hay que subrayar que debatir sobre temas tan complejos en la plaza pública obliga a un ejercicio de transparencia por parte de las autoridades y a un compromiso por asegurar un debate honesto sobre sus pros y sus contras por parte de sus detractores y defensores, donde la razón sustituya a las bajas pasiones y a las ideas preconcebidas y se debata sobre datos objetivos. Esto último, como hemos visto en el debate del CETA, todavía no se ha conseguido. Más bien se han visualizado dos bandos. Por una parte, están quienes expresan muchas dudas acerca de las bondades del libre comercio porque lo consideran una herramienta de enriquecimiento de las empresas multinacionales y de reducción de la soberanía nacional, que incluso puede socavar la democracia. Por otra encontramos a quienes defienden las virtudes de la liberalización comercial con una fe demasiado ciega en la apertura de mercados y, en ocasiones, con poca sensibilidad sobre los aspectos distributivos del aumento de los intercambios. Esto es especialmente triste en el debate sobre el CETA, ya que se trata de un acuerdo con muchos matices y que hila más fino que anteriores acuerdos comerciales para dar respuesta a muchas de las preocupaciones que la ciudadanía europea (y canadiense) ha mostrado en relación al libre comercio en los últimos años, y que se ha plasmado, en el caso de la UE, en la Comunicación de la Comisión Europea Trade For All, que pretende abordar las negociaciones comerciales de un modo distinto.
El valor del CETA
El CETA no es perfecto, pero es un buen acuerdo para la UE y para España. Tiene el potencial de aumentar el comercio (y con él el crecimiento y el empleo), aunque no demasiado dada la escasa intensidad de la relación económica bilateral; y además es imposible saber de antemano cuál será su impacto sectorial pese a los esfuerzos de distintos análisis por cuantificar sus efectos. Asimismo, el acuerdo no reduce los estándares europeos porque Canadá es, en muchos temas, más europeo que Europa, e incorpora un nuevo mecanismo de arbitraje en caso de conflicto entre inversores y estados (que es el tema que más preocupa a la opinión pública) que ofrece más garantías que los actualmente existentes y que pretende ser un modelo para futuros acuerdos al incorporar una corte permanente, mayores garantías jurídicas, posibilidad de apelación y mayores restricciones para asegurar la independencia de los árbitros.
Asimismo, como no se cansa de repetir Dani Rodrik, es perfectamente lícito que la opinión pública europea (o norteamericana) no esté dispuesta a asumir una bajada de sus estándares a cambio de un aumento del comercio. También lo es que exija que los intercambios se produzcan en un campo de juego equilibrado que asegure que el comercio sea justo. Pero eso, en el caso del comercio con Canadá, como hemos visto, no parece que sea un riesgo. Sí que podría serlo en el caso de la liberalización comercial con otros países de menores ingresos, pero, curiosamente, ese tipo de acuerdos (por ejemplo, con los países de América Latina) despiertan menos recelo en España.
Pero más allá de todo esto, el auténtico valor del CETA es geopolítico. En un contexto en el que Estados Unidos ha tomado una deriva nacionalista y proteccionista y está haciendo esfuerzos por socavar la credibilidad del sistema multilateral de comercio, aquellos países como Canadá o los miembros de la UE que se sienten cómodos con un orden económico liberal y abierto basado en reglas, deben dar un paso adelante para proteger y renovar el sistema. De lo contrario, el riesgo de deriva hacia una globalización salvaje, en la que las relaciones económicas internacionales se rijan por la ley de la selva y en el que terminemos en guerras comerciales que nos harán a todos más pobres, aumentará. Si como parece, la UE logra cerrar un acuerdo comercial con Japón en las próximas semanas que complemente al CETA, y consigue hacer un frente común contra Estados Unidos a favor del libre comercio y del Acuerdo de París sobre cambio climático en la próxima cumbre del G-20 en Hamburgo, estará mandando un poderoso mensaje sobre su capacidad para liderar la gobernanza de la globalización ante el aislacionismo de Trump.
En todo caso, defender el CETA no equivale a negar que el libre comercio genere perdedores. Aunque el cambio tecnológico destruye mucho más empleo que la liberalización comercial, quienes se quedan en la cuneta porque las importaciones destruyen sus puestos de trabajo, que además suelen ser los mismos a quienes las políticas de austeridad han golpeado con mayor virulencia, necesitan del apoyo público para reinventarse. Sociedades ricas como las europeas tienen recursos suficientes para establecer estos programas de apoyo que, además, son cada vez más necesarios para evitar la deslegitimación de la globalización. Sin embargo, es exigible que, al igual que es la UE quien negocia los acuerdos comerciales en nombre de sus estados miembros, también sea la Unión la que establezca estos mecanismos de compensación a nivel europeo. Por eso una unión fiscal (con un pilar social) es cada vez más necesaria en Europa.