Hace apenas unos días —al parecer, el último día del año que terminó— se cumplieron cuatrocientos años del nacimiento en Sevilla de Bartolomé Esteban Murillo, cuya vida contempló las décadas finales del extenso siglo de oro español. En contraste con muchos de sus contemporáneos barrocos, y seguramente gracias a la guía de sus maestros Juan del Castillo y Diego Velázquez, Murillo es un pintor de luz y de ternura, de sencillez y suavidad, y uno de los creadores españoles con más presencia en los museos de todo el mundo.
Su abundantísima obra religiosa terminó alcanzando a toda Europa, como tantas veces proyectada por la cultura francesa. Primero, porque sus telas salen de España saqueadas durante la guerra de la independencia, de manera que cuando en 1793 se inaugura el Museum Français, solo Murillo y Ribera representan la “escuela española” de pintura, —cuyos autores, como diría Alejandro Dumas, “son más conocidos que sus obras”—; y más tarde cuando los cuatrocientos lienzos cuidadosamente recopilados por el hispanófilo Luis Felipe de Orléans para la Galérie Espagnole del Louvre son subastados y adquiridos por los grandes museos europeos, tras el derrocamiento de la monarquía francesa en 1848. Una de cada diez obras de aquella galería era de Murillo, lo que da una idea clara de la importancia del pintor sevillano, tanto en vida como en los siglos siguientes.
Las más de cuatrocientas obras que se conservan de Murillo lo han convertido en uno de los creadores más relevantes del imaginario católico contemporáneo, a través de las escenas religiosas que elaboró por encargo de nobles sevillanos o congregaciones de la época, pero muy especialmente por sus imágenes de María. Para pintarlas, contó con la belleza de su esposa, doña Beatriz de Cabrera y Sotomayor (1622-1663) como inspiración permanente y recurrente. Aunque no existe constancia documental, la belleza de Beatriz de Cabrera está seguramente recogida y revisada en los rasgos de las numerosísimas imágenes de la ‘Inmaculada Concepción’. Pero, ¿por qué tantas?
La concepción de María era un asunto teológico que a mediados del siglo XVII se había convertido en motivo de controversia religiosa —entre los dominicos seguidores de la duda al respecto de Tomás de Aquino, y los franciscanos, partidarios de las tesis de Duns Escoto—. La idea de que la madre de Jesús había sido, ya en su nacimiento, exenta de pecado original se convirtió en uno de los símbolos religiosos utilizados por la España del siglo XVII para subrayar la pureza de su fe en el contexto, no lo olvidemos, de la contrarreforma. Ni el Concilio de Trento (1545-1563), ni los papados habían querido tomar una posición especifica, pero sí habían prohibido manifestaciones públicas a favor o en contra de la concepción sin pecado de María, para evitar la instrumentalización que franciscanos y dominicos hacían del asunto para recalcar sus diferencias. Sin embargo, en 1614 y 1615, muchas ciudades del sur de España celebraron fiestas y procesiones bajo el lema “María concebida sin pecado original”, especialmente en Sevilla, después de que un dominico discutiera públicamente el asunto en un sermón. Los sevillanos salieron en procesión cantando una copla escrita por Miguel Cid, con música de Bernardo de Toro, en la que exaltaban la disputa:
“Todo el mundo en general
A voces, reyna escogida,
Diga que sois concebida
Sin pecado original.”
Un año más tarde, Felipe III creaba la “Real Junta de la Inmaculada Concepción”, que envió a Roma a un emisario para convencer al Papa de la necesidad de reconocer el dogma. El enfrentamiento forzó al papa Alejandro VII a pronunciarse, en 1661, a favor de esa idea, aunque sin permitir que se condenara a quienes no la aceptaran, porque “la Iglesia Romana y la Sede Apostólica aun no lo han decidido, como que tampoco Nos de ningún modo queremos o intentamos decidir por ahora”. La cruzada político-religiosa se extendería dos siglos más, hasta su declaración como dogma de los católicos en 1854, y por el camino convirtió esa batalla en una marca de la política exterior española de los siglos XVII y XVIII, hasta el punto de que Carlos III declaró a la Inmaculada patrona de todos sus reinos en 1761. En el camino, la controversia sobre la concepción inmaculada de María dejó una señal inconfundible en el arte sacro español de la primera mitad del siglo XVII, convertido en un arsenal propagandístico a favor de la posición de la corona española en la discusión teológica entre franciscanos y dominicos. Y así lo atestigua la obra de Murillo en el epicentro del conflicto doctrinal, la Sevilla de la primera mitad del siglo. La decadencia de la capital sevillana tras la peste de 1649 y el traslado a Cádiz del comercio con las Indias —que desemboca, en 1652, en el Motín de la calle Feria contra “el mal gobierno”— servirá a Murillo de inspiración para sus retratos de la pobreza y la sencillez que constituyen una parte esencial de su obra, y que proyectan la dureza de las condiciones de vida en el siglo de oro español.
Muchos de esos lienzos regresan en estos meses a Sevilla. El Museo de Bellas Artes ha inaugurado ya “Murillo y su estela en Sevilla”, con 62 obras provenientes de museos de toda Europa (en el Convento de Santa Clara, hasta el 8 de abril) y la reconstrucción del encargo de los Capuchinos al pintor (en el Bellas Artes, hasta el 1 de abril); la Catedral sevillana ha recopilado las 16 piezas que posee del pintor, y el Espacio Turina se centrará en “La modernidad de Murillo” (1 de junio al 31 de octubre). El cierre de noviembre a marzo de 2019, será para la exposición antológica que ofrecerá el Museo de Bellas Artes recopilando 60 obras del autor dispersas por museos de todo el mundo.