De EEUU con Donald Trump, pasando por el Brexit y por otras sociedades occidentales, hay una rebelión en las urnas del hombre (no mujer) blanco de cierta edad y clase obrera y media baja, que se ha sentido descuidado, abandonado, por la política y los nuevos valores en ascenso desde los años 70. Aunque también socioeconómica, es una reacción esencialmente cultural que está generando un nuevo tipo de política, la de identidad (identity politics lo llaman los sociólogos angloparlantes), que puede llevar a nuevos tipos de problemas esencialmente intratables.
Entre estos cambios culturales ocurridos desde los 70 se pueden incluir: la creciente igualdad con la mujer, que algunos hombres han vivido como su propia disminución; la equiparación de los homosexuales e incluso su matrimonio; la mayor inmigración e impulso del multiculturalismo; el post-materialismo; la desindustralización propia de la globalización; y la era de la digitalización y automatización de los procesos, entre otros factores. Todos ellos muy conscientemente presentes en la campaña de Trump, del leave en el Reino Unido, y otras. Es la reacción frente a los que representó en su día, por ejemplo, el nuevo Premio Nobel de Literatura, Bob Dylan.
Dos sociólogos norteamericanos de gran renombre, Ronald Inglehart y Pipa Norris, lo han estudiado cuantitativa y cualitativamente en el caso del Brexit para llegar a la conclusión de que estamos ante una “revolución silenciosa” de los que no se reconocen en sus propios países, ante los progresivos cambios culturales de estos 40 años. En un país como EEUU quizá deberían ser los afro-americanos los que más quejas podrían tener pues el paso de Barack Obama, el primer presidente negro, por la Casa Blanca, no ha logrado gran cosa por ellos, como se ve en los casos policiales que provocan grandes tumultos. Es el hombre blanco el que se siente agraviado.
Es la teoría de la reacción cultural frente a la de la inseguridad económica, si bien hay evidentes pasarelas entre ambas.
Aunque este tipo de tesis es aún bastante especulativa, la historia puede llegar a provocar, con un decalaje de más de 45 años –tres generaciones–, este tipo de reacciones. Aunque a medio plazo, estos sectores sociales y generacionales perderán al desaparecer con el paso del tiempo, para dar paso a la llegada de nuevas cohortes formadas en otros valores.
Pero, de momento, con esta “revolución silenciosa” o contra-revolución, cuya marca más visible es la oposición a la inmigración, a veces de gentes no tan diferente como los polacos en Inglaterra o los mexicanos en EEUU, podemos estar “creando nuestro propio drama”, como señalaba recientemente una observadora italiana. Están renaciendo unas identidades que no sabemos qué significan. Así, la nostalgia del Imperio y de la Commonwealth (esos son “nuestros” inmigrantes, según muchos ingleses) puede haber jugado un papel importante en el triunfo de la opción del Brexit en el referéndum británico.
¿Qué es o qué son esas identidades de la que hablamos en Europa? ¿Una identidad basada en unos valores que ahora se ponen en duda, incluidos los derechos humanos? Si se acepta que la política está basada sobre este tipo de percepciones, y no realidades, el conflicto está servido. Hungría, por ejemplo, rechaza un cupo de refugiados de unos dos millares, en un país de 10 millones de habitantes que tiene más de 2 millones por el mundo, sin contar anteriores diásporas.
Es verdad que Hungría vivió el 68 de otra manera, a través de lo que ocurrió en Checoslovaquia con la invasión del Pacto de Varsovia y la consiguiente represión. O que en España estábamos en una dictadura, pero por entonces, como bien ha puesto de relieve el historiador Santos Juliá, la sociedad empezaba a bullir. Por no hablar de Francia y su famoso mayo del 68, o de Alemania; o, en EEUU, los movimientos contraculturales y las protestas contra la guerra de Vietnam, además de muchos otros movimientos sociales. En 1968 empezó algo que luego se desplegaría en los 70 y después. Y lo que una parte de las sociedades occidentales rechaza ahora es eso.
Ahora bien, las cuestiones identitarias o de valores no se van a resolver o encauzar en Bruselas ni en Washington, sino en marcos sociales más amplios y de raíces más profundas.