Raymond Aron es uno de los mejores estudiosos de las Relaciones Internacionales en el siglo XX. Ante el mundo tan complejo y cambiante de hoy, en el que los acontecimientos se escapan como el agua entre las manos, en el que nada parece perdurable y el proceso de integración europea, tan decisivo desde la segunda mitad del siglo pasado, se siente cuestionado, ¿qué puede ofrecernos la relectura de la obra de Aron? El pensador francés es un poco de todo: historiador, periodista, politólogo, sociólogo, filósofo de la historia, e incluso psicólogo. Es un clásico del pensamiento liberal comparable a los grandes autores franceses de los siglos XVIII y XIX, de la Ilustración y del liberalismo, con la salvedad de que Aron huye de las ideologías condicionantes y de las emociones engañosas. Es un realista bien informado, un espectador comprometido y un gran defensor de la libertad de conciencia.
Desde hace años acostumbro a leer y a reflexionar sobre los artículos que Aron publicó entre 1947 y 1977 para Le Figaro. No solo son excelentes crónicas de la vida internacional sino también la demostración de que el profundo conocimiento de la historia y de las teorías políticas son un instrumento indispensable para cualquier estudioso, aunque en ningún caso son un condicionante absoluto del futuro. A veces pensé que sería muy útil tener un único volumen textos destacados de Aron, y hace poco un amigo me sorprendió con la noticia de que Dominique Schnapper, la hija del pensador francés, acaba de editar una antología en forma de pequeño diccionario con fragmentos de obras de su padre, L’Abécédaire de Raymond Aron (Ed. L’Observatoire) El libro me ha resultado una especie de Aron para principiantes, pues tan solo recoge una pequeña parte del amplio universo aroniano. Con todo, es un útil prontuario o breviario, capaz de acrecentar el interés del lector por saber más, o para ayudar a un profesor, o a un analista de las Relaciones Internacionales, a plantear a sus interlocutores preguntas y reflexiones que muchos eluden en estos tiempos de premura en los que solo parecen valorarse las propuestas tan fáciles como simplistas.
Según el prologuista del libro, el cineasta Fabrice Gardel, Europa ya no cree en sus valores, y la violencia, el odio y el insulto ganan terreno, en paralelo a la radicalización en las redes sociales. Vivimos tiempos oscuros y es necesario leer a “un profesor de higiene intelectual”, tal y como definiera Claude Lévi-Strauss a Raymond Aron. Ciertamente Aron no era un europeísta, en la línea de un Schuman o un Monnet, pero era un europeo auténtico. Algunos de sus textos lo demuestran.
“Me considero de buena gana un europeo, porque me siento como en casa tanto en Londres como en París, en Florencia como en Tubinga. Pero, en este sentido, los hombres cultos del Siglo de las Luces, y probablemente incluso los clérigos de la Cristiandad eran mejores europeos que nosotros”.
En este discurso de 1975 pronunciado ante el Senado francés, Aron evoca tiempos en el que los intelectuales superaban las fronteras que, por otra parte, no eran tan férreas como llegaron a serlo en el siglo XX, y se convirtieron en muros de desconfianza y de sospecha edificados por los nacionalismos. En efecto, la Cristiandad, otro de los nombres de Europa en la Edad Media, trascendía los límites de unos reinos, no tan enfrentados entre sí como lo serían a partir del siglo XVI, y los saberes se hacían universales en unas nacientes universidades que hacían honor a su nombre. Por su parte, la Ilustración del siglo XVIII representó la consagración de unos ideales cosmopolitas que encontraban en las cortes de muchos monarcas europeos un marco para su difusión, aunque con evidentes limitaciones. En cambio, los intelectuales europeos de la primera mitad del siglo XX lo tuvieron mucho más difícil. Su europeísmo siempre sería considerado inteligencia con el enemigo o traición a su clase social. Cabe añadir que ha sido precisamente con la Unión Europea, cuando los europeos, y en especial los jóvenes, se han sentido como en casa en una Europa sin fronteras, al igual que Raymond Aron.
“Los europeos querrían salir de la historia, de la gran historia, la que se escribe con letras de sangre. En cambio, otros, cientos de millones, quieren entrar en ella”
Estas palabras fueron escritas en 1976 y pertenecen al libro Penser la guerre, Clausewitz, el estudio más completo sobre el estratega prusiano que sigue siendo de actualidad incluso en los tiempos de la guerra asimétrica, pues se valoran los factores humanos, sociales y políticos. Son también la denuncia de un espejismo repetido desde hace tiempo: Europa se ha acostumbrado tanto a vivir sin conflictos entre sí, a considerar que la paz es fruto del libre comercio, como afirmaban los liberales del siglo XIX, y que el Estado del bienestar garantiza la felicidad de sus ciudadanos, que ha terminado por replegarse en sí misma y convertirse en una fortaleza en la que se custodia ese bienestar que no se debería compartir con otros. El ensimismamiento es una actitud poshistórica: el pasado queda reducido a una cultura brillante en lo externo, pero con la pérdida de los valores que la sustentaban. Desde esta perspectiva, la historia carece de importancia. Tan solo sirve, si acaso, para satisfacer nuestra curiosidad, aunque no es una referencia, ni mucho menos un ejemplo, para el presente o el futuro. Muchos europeos pretenden apearse de la historia, aunque las naciones independientes del Tercer Mundo en la época de Aron, y las potencias emergentes en nuestros días, están deseando entrar en ella con papeles protagonistas.
“La unidad europea no es un éxito total, ni un fracaso. Como es habitual en la historia, es la realización imperfecta de una gran idea. A pesar de todo, las fronteras aduaneras han desaparecido, los países de Europa se han acostumbrado a trabajar juntos, la idea de una guerra entre ellos es inconcebible, los jóvenes de Europa tienen el sentimiento, sino de una patria común, al menos de no estar separados los unos de los otros”.
Este texto procede de una entrevista concedida en 1978 a la cadena Antenne 2. Es plenamente actual. La Unión Europea es un proyecto imperfecto, el tiempo de las grandes reformas por medio de los tratados parece haber finalizado y la ampliación, símbolo del éxito de un proyecto, se ha paralizado. Afloran nacionalismos y populismos que cuestionan a Europa, aunque no tengan inconveniente en beneficiarse económicamente de ella. Pese a todo, la idea de Europa sigue siendo, como decía Aron, una gran idea. Probablemente no llegue a ser una patria común, pero en las siete últimas décadas los ciudadanos europeos corrientes, y de modo particular los jóvenes, han adquirido la conciencia de no vivir separados unos de otros. Esa conciencia es también una forma de acción, pues la acción no consiste, tal y como recordaba Aron a unos estudiantes alemanes en 1952, en las pasiones o en el seguimiento ciego de líderes providenciales. Antes bien,
“el hombre de acción es el que conserva el sentido de una tarea grandiosa en medio de las mediocridades cotidianas”.