A punto de abrirse la carrera para las primarias norteamericanas, demócratas y republicanos buscan nuevos líderes para la Casa Blanca. No es seguro que la presidencia recaiga finalmente en un republicano, pese a la baja valoración del actual presidente demócrata y a que los republicanos tengan mayoría en las dos Cámaras. Lógicamente la estrategia republicana pasará por enconadas críticas a la Administración Obama, aunque el jefe del Estado no pueda aspirar a un nuevo mandato. Se intentará demostrar que el ciclo demócrata ha llegado a su fin, y que ahora le corresponde la presidencia a un republicano. Pero si los republicanos juegan a esas comparaciones históricas, tan frecuentes en la política norteamericana, que hacen que un político pretenda revestirse de la imagen de un presidente prestigioso y encasillar a su rival en otra que no lo es tanto, podrían equivocarse.
A las comparaciones históricas ha jugado hasta el propio Barack Obama, con toda su correspondiente cobertura mediática. En las campaña de 2008, el que sería el primer presidente afroamericano llegó a ser identificado con Lincoln (eran las vísperas del bicentenario de su nacimiento), con Franklin D. Roosevelt (que vivió otro período de depresión económica e impulsó leyes de carácter social con el New Deal), y, por supuesto, con los Kennedy y Martin Luther King, defensores de los derechos civiles. Y su estrategia funcionó.
Un candidato republicano no perderá la oportunidad de centrar sus críticas en 2016 contra las carencias de liderazgo del presidente Obama, que serían más acentuadas en política exterior, aunque por elevación las críticas se harán extensivas a los planteamientos, reales o supuestos, de los demócratas en este ámbito. En este sentido, el icono de referencia de los republicanos sigue siendo Ronald Reagan, un personaje ideal para presentar el mensaje de una nueva América más fuerte y enérgica frente a unos gobernantes débiles, como el demócrata Jimmy Carter que no pudo revalidar su mandato en 1980. Dicho de otro modo, el candidato republicano debe presentarse como el nuevo Ronald Reagan, olvidando que esa identificación no funcionó en las mentes del público en el caso de George W. Bush, a pesar de su amplia victoria en las elecciones de 2004. Esta estrategia encierra además un mensaje para el partido republicano: tenéis que ser el partido de Reagan. Pero del mismo modo en que Obama nunca podrá ser Lincoln o Roosevelt, un presidente republicano tampoco puede aspirar a ser Reagan. Cada época tiene su propio contexto. Es cierto que los historiadores, y de paso los políticos que buscan las semejanzas con el presente, nos dirían que en la crónica de la Administración Reagan podríamos encontrar no solo el fin de la guerra fría sino también la emergencia del islamismo político y del proceso de globalización. Sin embargo, estos dos últimos fenómenos han adquirido una fuerza mucho mayor que en aquella época. De ahí que las propuestas de entonces para abordar estos retos resulten insuficientes.
Además un candidato republicano, entusiasta de Reagan, tenderá a omitir la ambigua relación de aquel presidente con Irán, materializado en el caso Irangate en el período 1985-86, y que consistió en vender clandestinamente armas norteamericanas a Irán, enfrentado entonces en una guerra al Irak de Sadam Hussein, para financiar así a la guerrilla antisandinista en Nicaragua. En teoría, EEUU y otros países occidentales hubieran preferido la victoria del laico Sadam frente al mesianismo del ayatolá Jomeini, pero Washington consideraba una amenaza mucho mayor la revolución sandinista en su “patio trasero” de Centroamérica. Este hecho histórico entra en confrontación directa con la oposición radical de algunos candidatos republicanos como Ted Cruz o Donald Trump al acuerdo con Irán de la Administración Obama, si bien hay otros, como Jeb Bush o Paul Rand que parecen matizar su actitud supeditando su postura al cumplimiento de lo acordado con los iraníes. El Irangate demuestra, a fin de cuentas, que Reagan, más allá de los postulados ideológicos, podía ser un pragmático. Lo fue todavía más en su relación con Gorbachov en el contexto que puso fin a la guerra fría.
Ha sido Donald Trump el candidato hasta ahora más “reaganiano” aunque ha olvidado que Reagan, un antiguo gobernador de California, nunca asumiría sus propuestas radicales sobre la inmigración. Reagan era un storyteller nato, dada su experiencia en Hollywood, expresaba afabilidad y cercanía, aún a riesgo de enormes meteduras de pata. Este gran presidente storyteller solamente ha sido igualado, o quizás superado, por Obama, y esto, sin duda, ha influido en que alcanzara dos mandatos presidenciales. Es un maestro de la argumentación (logos) y la puesta en escena (pathos). Otra cosa es, como decía un experto en oratoria, su credibilidad (ethos).
En cualquier caso, a los hijos de Ronald Reagan les molesta la comparación de Trump, entre otras cosas, porque su padre nunca se hubiera comparado a sí mismo con nadie.