Acabar el año con un pequeño homenaje al general de la Operación Tormenta del Desierto seguro que me acarrea muchas críticas. Así que lo voy a hacer. Aunque no sólo sea por la propia figura de Norman Schwarzkopf, sino también por lo que significó la guerra del Golfo de 1991.
Eran los primeros años de un mundo sin Guerra Fría cuando Saddam Hussein osó tragarse a su vecina Kuwait. Una actuación que se consideró una agresión directa al orden instituido por lo que los occidentales decidieron actuar. Fueron 35 las naciones que aportaron fuerzas, alcanzando un nivel de cooperación internacional sin precedentes; donde la Unión Soviética y China apoyaron, desde su asiento en el CSNU, la adopción de las resoluciones de condena a la acción de Saddam y autorizando el uso de la fuerza. Fue precisamente a las puertas de la Operación Tormenta del Desierto donde el presidente norteamericano, George Bush padre, consciente de la histórica cooperación internacional alcanzada acuñó la expresión de “nuevo orden mundial”. Un orden que alimentaba una visión de un mundo más estable y en paz porque las naciones compartirían las responsabilidades para el cumplimiento de la libertad y la justicia. Un orden que Bush aseguraba compartir con los soviéticos, con los líderes de Europa y del Golfo y de todas partes del mundo. Fue la gran esperanza de los años noventa. Un sueño que sin embargo se quedaría en eso tras un el cúmulo de frustraciones que irían viniendo.
Pero la Operación Tormenta del Desierto también anunció novedades estratégicas como el alejamiento del teatro de operaciones de las bases y zonas de despliegue de las tropas aliadas; la precisión de las municiones de nueva generación; y la irrupción de la televisión en tiempo real como elemento inevitable de la conducción de las operaciones, lo que se conoció desde entonces como “efecto CNN” .
La guerra del 91 también sacó a la luz las presiones y decisiones de Washington aún alejado de lo que realmente se vivía en el teatro de operaciones, así como los entresijos de la política norteamericana, con un sector “realista” que se impuso para transformar la victoria militar en un acuerdo político: permitir sobrevivir al régimen baasista a cambio de que respetara la soberanía de sus vecinos y pusiera fin a sus programas de armas de destrucción masiva. Algo que Saddam no cumplió y cuyas consecuencias durarían hasta el 2003. También sacó a la luz que la bravura de los generales, en este caso la de “Stormin Norman”, no es siempre suficiente para traducir los éxitos tácticos en éxitos estratégicos, ni tampoco evita que se tomen decisiones erróneas como fue en su caso permitir a los iraquíes, tras el cese del fuego, que utilizaran helicópteros que ellos aprovecharon para atacar a los chiíes.
Pero Schwarzkopf supo recuperar la confianza que en esos momentos los militares no tenían del público norteamericano – aún planeaba el síndrome de Vietman – gracias a una operación en la que EEUU pudo movilizar 500.000 tropas sin ningún cuartel general en la región, y teniendo como aliados a países como Siria y Egipto, entre muchos otros. Ahí queda eso.