Este mes de junio se presenta como trascendental para el futuro político de la UE y, más en particular, para el devenir de nuestro país como Estado miembro. Es cierto que en los últimos dos años se ha venido escuchando con relativa frecuencia la apelación a que nos enfrentábamos a una circunstancia crucial porque, al tiempo que la crisis de la Unión y de su moneda común se agudizaba, hemos asistido ya a varios momentos que se pretendían decisivos para encauzar políticamente esa deriva (por citar cuatro ejemplos: la creación de un fondo temporal de rescate pensado para Grecia aunque aplicable a otros países periféricos en mayo de 2010; la decisión de hacer permanente un mecanismo de estabilidad financiera en febrero de 2011; la compra masiva de deuda pública por el BCE con una posterior reforma constitucional española en agosto de 2011; y la formalización en un tratado de un pacto fiscal más estricto combinado con grandes inyecciones de liquidez en diciembre de 2011).
Pero, por mucho que esas situaciones hayan sido relevantes para mejorar en algo la muy imperfecta gobernanza de la eurozona o la frágil posición de España dentro de la misma, sabemos que no han servido para disipar la sensación de que la unión monetaria no es un proyecto irreversible ni la desconfianza hacia la capacidad de sus miembros más vulnerables para continuar formando parte del mismo. Al fin y al cabo, aunque la gestión de la crisis requiera importantes dosis de medidas económicas –cuándo bajar los tipos de interés, cómo estimular la demanda en el norte, hasta dónde llevar la deflación en el sur, o cuánto dinero necesita la banca–, a estas alturas está ya claro que su principal ingrediente consiste en la toma de decisiones puramente políticas por parte de quienes gobiernan y quienes les eligen. Por eso, para bien o para mal, junio de 2012 supera en importancia –y en dramatismo– cualquiera de las encrucijadas que la eurozona ha afrontado en estos años tan difíciles. El mes, que ha comenzado con enormes tensiones para la sostenibilidad de la deuda pública y privada de algunos países (señaladamente España), incluye para el día 17 unas elecciones clave en Grecia y terminará con la celebración de un importante Consejo Europeo que estará en gran medida determinado por el resultado de las urnas. Si una mayoría de los griegos se decide a comprender la gravedad de la situación y opta por un gobierno dispuesto a asumir los compromisos adquiridos en sus dos rescates –aun cuando se puedan y deban aligerar algunos elementos del ajuste que se les exige–, la gestión de la crisis podría entrar en una nueva fase marcadamente más política.
En ese sentido, el gobierno alemán acaba de declarar su disposición a que ya en esa cumbre de finales de mes se empiecen a dar pasos firmes hacia una mayor integración que dote de credibilidad el compromiso de compartir una moneda. Esta iniciativa de Merkel puede también entenderse como una puesta a prueba al presidente Hollande –pues el europeísmo francés, pese a sus ambiciones retóricas, tiende a remolonear cuando se trata de ceder soberanía– y desgraciadamente no viene acompañada de grandes cambios en sus rígidas posiciones económicas, pero supone en todo caso la asunción de riesgos y de un deseo de liderazgo que debe celebrarse; sobre todo si se compara con las crecientes reticencias de holandeses y finlandeses a otorgar más competencias a Bruselas o a perseverar en una integración monetaria que consideran incapaz de generar convergencia entre norte y sur.
Afirmándose frente a ese entorno reticente, la canciller ha manifestado además que quiere avanzar junto a todos aquellos que lo deseen y que se esfuercen por conseguirlo. Como asume que no todos los 27 se animarán a andar, ha añadido que se dejaría abierta la puerta a aquellos socios que prefieran ahora no comprometerse pero que puedan cambiar de opinión más adelante y unirse al grupo de vanguardia. No se ha detallado cómo debería concretarse esta apuesta alemana por la integración a velocidades diferenciadas (y no es lo mismo que se haga reforzando a Comisión y Parlamento o en la versión más intergubernamental que, por ejemplo, sostiene el antiguo jefe jurídico del Consejo Jean-Claude Piris en el libro The future of Europe: Towards a Two Speed EU?). Pero al margen del marco institucional concreto, sí parece claro que la voluntad política de quien quiera estar sería más importante que la posible incapacidad de un miembro en una coyuntura difícil. Así, al menos, se ha manifestado Merkel y es muy significativo que lo haya hecho el mismo día en que visitaba Berlín el primer ministro británico, que claramente no recorrerá ese camino y parece, pues, condenado a alejarse más del núcleo de la integración.
Para un país como España –angustiado el corto plazo en lo relativo a la recapitalización de su sistema financiero, los difíciles calendarios de reducción del déficit, la elevadísima prima de riesgo y una nueva recesión que sigue destruyendo empleos– pareciera preferible dedicar el Consejo Europeo a flexibilizar y reforzar el mecanismo de rescate en vez de debatir las ideas de Merkel sobre el futuro de la integración europea. Sin embargo, si el principal problema de la eurozona consiste en la falta de confianza sobre el proyecto a medio y largo plazo, entonces para España y otras economías vulnerables lo urgente vendría hoy a coincidir con un horizonte temporal más lejano. Que Alemania desee invertir más capital político en el euro y esté dispuesta a más cesiones de soberanía a favor de las instituciones comunes ayudará a generar más confianza sobre la irreversibilidad de la moneda y de la UE en general. Y que proponga hacerlo con quienes quieran –a partir de un compromiso político– y no tanto con quienes puedan –a partir de una definición económica sobre lo que supuestamente constituye una unión monetaria óptima– ayudará a generar más confianza sobre que la moneda común seguirá siéndolo de 17 países. Los primeros en pronunciarse serán los griegos. Dos semanas después lo harán todos los gobiernos en Bruselas. En un momento tan grave, puede haber llegado la hora de que la estabilidad no se conjugue solo con la economía sino también, y sobre todo, con la política.